Las Muntanyes d’Artà cierran el amplio semicírculo de la bahía de Alcúdia por el este y ofrecen uno de los paisajes más bellos de Mallorca. Sus alturas modestas ―562 metros en Sa Talaia Freda, la cota máxima― pero de resolución abrupta por poniente, con riscos y un piedemonte de brusca pendiente, dan una sensación de grandiosidad mesurada que el caminante saborea mientras transita por el espacio que queda entre el roqueda calcáreo y el mar.
A la altura de la Colònia de Sant Pere, las montañas, hasta aquí un poco retiradas, se aproximan rápidamente al mar hasta el Cap de Ferrutx, en donde el contacto es directo. Durante la primera mitad de este tramo de litoral, el ataque de las olas al glacis de erosión da una costa festoneada, con pequeñas calas y calitas diminutas que son una delicia. Es Caló des Camps y el sector de Es Canons, de los que ya he hablado en alguna otra ocasión, son sus puntos más significativos
Pero a partir de la urbanización de Betlem el litoral cambia ligeramente. Porque a medida que la cadena de sierras se aproxima al mar, el embate de las olas ataca más arriba la acumulación de derrubios estratificados y el contacto es más abrupto. Ahora las calas desaparecen prácticamente y solo de vez en cuando se dibujan pequeños entrantes con estrechas acumulaciones de arena y restos de posidonia que quedan a una veintena de metros por debajo de nosotros y son de difícil acceso. Na Clara es el ejemplo más representativo de este sector, muy frecuentado por las embarcaciones de recreo que vienen de la Colònia de Sant Pere o de Can Picafort.
El arco se cierra con el contrafuerte montañoso del Cap de Ferrutx, a cuyos pies, mirando hacia el interior de la bahía, está Es Caló, el último punto con una mínima infraestructura náutica y las últimas calas antes de un tramo de costa inaccesible hasta el Arenalet d’Albarca, que ya se encara a mar abierto.
A lo largo del día, este litoral pasa por diferentes fases de luz y de color hasta alcanzar el máximo esplendor al atardecer, cuando el sol de poniente pinta las montañas con tonos rosados y destaca las sombras. Entonces, la vegetación que se distribuye por pendientes y rellanos toma protagonismo y salpica el roquedo con los verdes brillantes de los lentiscos y los palmitos y los amarillos dorados y vibrantes de los carrizales, y un paisaje que hasta entonces parecía requemado y sin contrastes por un exceso de luz, se llena de matices.
Por esto, hacer la caminata de la urbanización de Betlem a Es Caló de Ferrutx y bañarnos en alguna de las calas que hay a lo largo del recorrido es una de las actividades que Isabel y yo repetimos cada verano como una especie de ritual sagrado. A veces nos bañamos en Na Clara, otras en Es Caló mismo, en Na Jordi o en la Picarandau; depende de la hora y el estado del mar. Esta vez unos amigos, en un acto de generosa confianza, nos han llevado a los Vellmarins Baixos, un paraje tranquilo y de unas aguas transparentes como el cristal, del que no revelaré el acceso. Me lo han pedido expresamente. Y es comprensible. Quedan ya tan pocos lugares como éste que es preciso preservarlos. A pesar de todo, no estábamos solos; varias barcas estaban fondeadas cerca y sus ocupantes compartían baño con nosotros.
De regreso nos gusta entretenernos por el camino y ver cómo el sol se oculta tras la muralla violácea de la Serra de Tramuntana. Incluso a veces, tenemos la fortuna de pillar la salida de la luna por encima de las cumbres enrojecidas de las montañas de Artà. Entonces, Isabel, que parece una selenita desterrada, la contempla nostálgica y suspira, como el extraterrestre de E.T.