Todo lo que hay, de James Salter

Ayer terminé de leer Todo lo que hay, de James Salter (Salamandra, 2014). Es la segunda novela que le leo ­–también he leído algunos de los relatos de La última noche (Last Night, 2005)–, y al terminarlo pienso que el título no hace tanto referencia a lo que pasa en la novela como a la vida del autor. Salter publica All That Is el 2013, cuando tiene 88 años y tras 35 años de silencio novelístico. Y me imagino el título como una especie de despedida literaria. Eso es todo lo que hay, ya no tengo nada más que decir, parece que diga a los lectores. Y si entre la novela anterior (Solo Faces, 1979) y ésta han pasado 35 años, la despedida tiene su lógica.

Salter se despide tocando su tema favorito: las relaciones hombre-mujer en todos sus aspectos fundamentales y que constituyen la esencia misma de la vida. La atracción, el deseo, la seducción, el amor, el sexo, la convivencia, la amistad, la compañía, la traición, la separación, el dolor, la soledad... Y  vuelta a empezar. Si vas a mirar, la vida se resume a esto. El triunfo profesional es del todo accesorio si no va acompañado del triunfo sentimental, entendiendo como triunfo conquistar y compartir la vida con la mujer/hombre de quien te enamoras. Los fracasos que dejan heridas más profundas no son los que están relacionados con el trabajo sino los que están relacionados con el amor. Salter lo sabe y convierte el amor –y paralelamente, el desamor– en el eje de sus historias. Son historias simples, sin grandes argumentos ni tramas enrevesadas, hombres y mujeres que se conocen, que se gustan y que se aman, hasta que un día dejan de amarse o, directamente, pasan a amar a otra/o. Es por eso que las novelas de Salter nos resultan tan próximas, porque nos vemos reflejados en ellas. Poco importa dónde pasa la acción y cuándo; lo que pasa lo podemos identificar perfectamente, porque toca un substrato común, unos anhelos satisfechos o no, unos sufrimientos experimentados, unas renuncias compartidas.

En Todo lo que hay Salter cuenta la reiterada búsqueda de mujer por parte de Philip Bowman, un exoficial de la marina y editor de éxito, y, en segundo término, la de su compañero y amigo Neil Eddins; y lo cuenta de una forma más fragmentada que en Años luz (Light Years, 1975). Los saltos de unos personajes a otros son súbitos y las historias se superponen sin una cadencia concreta. Busca directamente el efecto sin preocuparse demasiado de la coherencia. De alguna forma me ha hecho recordar las últimas películas de Buñuel, en las que las secuencias se suceden no en función del tiempo narrativo sino en función de la eficacia del relato. Desaparecen los nexos, la retórica, las digresiones y solo quedan los personajes como motor único de sus acciones y emociones. Quizás se trate de la madurez del estilo, el punto en que todo lo superfluo se elimina. Quizás, pero yo, francamente, en Todo lo que hay he encontrado a faltar las descripciones sobrias y precisas y las frases intensas de Años luz.

Contrastando con la austeridad del estilo que menciono, por la novela desfilan toda una serie de escenas de sexo con descripciones detalladas de posiciones, ritmos y fluidos, que hacen pensar en una concesión a la literatura erótica, que tan de moda está. Me ha extrañado que, a su edad, Salter se entretenga en este tipo de descripciones –cosa que no le había visto hacer hasta ahora­– y que le restan elegancia al relato.

También me ha parecido que abusa de referencias a hoteles, restaurantes, vinos y locales de moda de ciudades europeas con la intención de dotar a la obra y a los personajes de un cosmopolitismo que en algunos momentos resulta cargante. En este aspecto me ha recordado algunas de las novelas del Somerset Maugham más popular y no precisamente el mejor. (Y como me sabe mal caer en el lugar común de desmerecer a este escritor británico de entreguerras, diré que Servidumbre humana (Of Human Bondage, 1915) es una de las mejores obras que he leído y que ella sola le redime de todo lo que escribió superfluo y banal.)

No obstante lo dicho, Todo lo que hay es una buena novela, con ritmo, inteligencia y una capacidad de penetración en el alma humana que hacen su lectura amena, enriquecedora y gratificante, y que mantiene el crédito de Salter como uno de los narradores norteamericanos más brillantes de su generación.