Julio ha pasado como una exhalación. Desde que llegué a Mallorca a principios de mes, diversos acontecimientos —entre ellos mi septuagésimo aniversario con sorpresa familiar incluida y una hospitalización de mi madre que me llevó a Barcelona por unos días— han hecho que las semanas pasasen sin darme cuenta. Y de pronto, ya estamos en agosto, con calores sofocantes y el huerto a pleno rendimiento.
Este año son los tomates los que nos han desbordado hasta el extremo que nos aburrimos de cogerlos y los dejamos madurar en la mata hasta adquirir un color rojo tan intenso que hace daño a la vista. Isabel no lo puede resistir y, a pesar de no saber dónde los ha de colocar, se acerca al huerto con la cesta y la llena. Pero entonces ya son tan maduros que lo único que podemos hacer con ellos es salsa y conserva. De modo que a estas alturas, tan solo principios de agosto, tenemos ya tantos tarros de salsa de tomate y tomates enteros en conserva como para satisfacer el consumo de todo el invierno.
En el huerto, cada año tenemos una sorpresa u otra. Este año ha sido una tomatera que tenía que producir “cherrys” y nos está dando unas “kumato” pequeñitas, muy gustosas y que se mantienen duras muchos días. No obstante, nos proporciona tantas, que ni comiéndonos cada día un par de docenas conseguimos reducir el número, y son tan menudas y con una piel tan fuerte que no sirven ni para hacer salsa ni para conserva. De modo que las regalamos a amigos y familiares y quedamos la mar de bien.
Quizás esta producción tan abundante ha sido la agradecida recompensa de las tomateras a las horas que me pasé la primera semana de julio levantándolas del suelo y apuntalándolas con cañas y varillas de encofrar de 8 mm después que una especie de tornado que entró de golpe y zarandeó todos los árboles de la finca las tumbase y convirtiese el huerto en una maraña lamentable. Y no es la primera vez que pasa. Desde hace unos años, en verano, en días de mucho calor, se producen súbitos remolinos de aire que parece que nos tengan que arrancar los árboles, y todo lo que pillan ligero vuela por los aires: gorras, gafas de sol, toallas… En esta ocasión el golpe de viento fue seguido de un aguacero que empapó la tierra reseca y perfumó el ambiente con el aroma agradable del rastrojo mojado.
Este verano, no sé si será un efecto psicológico derivado de la cifra importante de años vividos que he alcanzado —70—, pero creo que por primera vez tengo consciencia del paso del tiempo en términos absolutos sobe mi organismo. Y no es que me encuentre mal, ni que me duela esto o aquello, sino que hay cosas que antes hacía y que ahora me resultan impensables, verdaderas locuras, como por ejemplo pasar una mañana entera en la playa —¡y ya no digamos todo un día!— o ponerme a rehacer una pared seca de la finca y que se me hagan las dos del mediodía, como había pasado. Todo esto ahora me parece heroico, de una grandeza —o estupidez— incontestable. Mi día a día en Son Bauló se ha reducido a un par de horitas de trabajo físico y, después, cualquier cosa que me entretenga a cubierto del sol hasta el atardecer, que vuelvo a trajinar por la finca un rato más o Isabel me arrastra a nadar en alguna de las calas que tenemos cerca. De vez en cuando accedo a alejarme un poco más o a emprender alguna exploración, como la que nos llevó al castillo de Capdepera y de la que quizás hable en otro momento.