Walking Barcelona

Montjuïc: montaña sagrada, centinela y mirador de la ciudad

La montaña de Montjuïc está tan estrechamente vinculada a la historia de Barcelona y a la mía personal que no puedo dejar de verla como un espacio cercano, por el que me gusta transitar de vez en cuando. En mis caminatas por Montjuïc tengo varios itinerarios sujetos a variaciones en función de intereses puntuales y las ganas de andar, pero todos empiezan invariablemente en la plaza de Espanya, suben por la avenida de María Cristina y terminan en el castillo. De regreso, unas veces tiro hacia Miramar y bajo por los jardines de Mossèn Costa i Llobera, y otras opto por reseguir el foso del castillo y, por caminos y senderos solitarios, voy a parar al cementerio.

Plaça d'Espanya i les Arenes

La vinculación de Montjuïc a la historia de la ciudad empieza con un poblamiento íbero de la montaña, que los romanos comparten hasta que se traslada al llano y crean la primitiva Barcino en el cerro de Mont Tàber. Entonces, Montjuïc todavía era una pequeña elevación aislada que penetraba en el mar entre las desembocaduras de los ríos Besòs y Llobregat, a cuyos pies había un pequeño puerto.

El crecimiento de la Barcelona medieval en el llano significa el despoblamiento de la montaña, que tan solo conserva un valor estratégico y sagrado. El primer castillo que se construyó en su cima ―denominado Castell de Port― data del siglo XI; lo sucedió una atalaya ―la Torre del Farell―; y en el siglo XVII se construye la primera fortificación que, ampliada y remodelada sucesivamente llegará a conformar el actual recinto del castillo de Montjuïc.

El carácter sagrado de la montaña queda reflejado en la propia etimología del nombre, que proviene de Mons Judaicus ―Montaña de los Judíos―, y hace referencia a su función de cementerio para la comunidad judía dedieval. Para los cristianos fue un lugar eremítico, con numerosas capillas y ermitas repartidas por la montaña, que la obertura de numerosas canteras a partir de la segunda mitad del siglo XIX hizo desaparecer. (Por cierto, un bisabuelo mío trabajó en ellas). De todas, la devoción que más ha perdurado ha sido la de Santa Madrona, a la cual se ha dedicado una parroquia en el barrio del Poble-sec. A finales del siglo XIX, aquel primitivo cementerio judío, lo fue cristiano; desde entonces, el Cementiri del Sud-oest ―nombre oficial del cementerio de Montjuïc― se ha convertido en el principal cementerio de la ciudad.

En el primer cuarto del siglo XX, el desarrollo industrial de Catalunya y la voluntad de políticos y empresarios de convertir la capital catalana en el centro de un gran acontecimiento comercial cambiaron la fisonomía de la montaña al convertirla en la sede de la Exposición Internacional de 1929. Gran parte de la urbanización del noroeste de Montjuïc, desde la plaza d’Espanya hasta en antiguo Estadi Municipal y jardines adyacentes, datan de este momento. Como también el funicular ―inaugurado el octubre de 1928― y, aunque con retraso, el teleférico ―empezó a funcionar en el año 1931.

La última gran remodelación de Montjuïc fue a raíz de los Juegos Olímpicos de Barcelona del año 1992. Toda una serie de mejoras en los accesos a la montaña, junto con la rehabilitación y construcción de nuevos espacios y edificios hicieron posible la integración definitiva de Montjuïc a la ciudad como un espacio verde con una amplia oferta cultural, deportiva y de ocio.

Mi vínculo personal con Montjuïc se establece a través del barrio del Poble-sec, donde nací y en donde pasé la infancia y la adolescencia. Mis primeros recuerdos están ligados a aquel barrio levantado en la falda de la montaña, de calles en cuesta y plazas inclinadas, en donde fui a la escuela, jugué en la calle con los amigos y descubrí el amor ―platónico, naturalmente. De muy niño, mi padre, gran aficionado al fútbol, me llevaba los domingos por la mañana al campo del Poble-sec ―hoy de la Satàlia en recuerdo de la cantera en la que se construyó. Allí jugaba a las canicas o a la pelota solo o con algún otro chico tan indiferente como yo al partido que se disputaba. Cada Miércoles de Ceniza iba a Can Valero con mis abuelos a merendar y cumplir con la tradición de enterrar la sardina. De aquella montaña, llena de barracas y gitanos, cada semana bajaba el Pinchauvas con su saco de paraguas viejos cargado a la espalda y seguido por su mujer y un puñado de churumbeles sucios y andrajosos. A mí el personaje y su familia me tenían aterrorizado. Ya de mayor, algunas mañanas durante las vacaciones de verano, un amigo y yo subíamos a desayunar a la Font del Gat y matábamos el aburrimiento paseando y charlando de películas, de fiestas y de chicas. Entonces no se hacía jogging ni running, ni se había puesto de moda ir en bicicleta, y las avenidas y paseos estaban desiertos y solitarios. A veces, la mala fama de algún rincón de la montaña atraía nuestros pasos y ponía emoción a la caminata. Pero nunca nos pasó nada extraordinario ni fuimos objeto de las provocaciones obscenas que aseguraban los compañeros del instituto.

En el año 1965 mis padres cambiaron de barrio y Montjuïc se alejó de mí. Ahora, cuando voy, no puedo dejar de evocar recuerdos que intento relacionar con el espacio actual. Pero la montaña ha cambiado tanto que a menudo no sé dónde ubicarlos.