Viaje a Florencia

Un relato emocional

Esta Semana Santa pasada estuve en Florencia. El viaje me proporcionó cuatro momentos inolvidables, de aquellos que crees que recordarás toda la vida; luego, el tiempo dirá.

El primero fue la visión de la plaza del Duomo al doblar la esquina de Via Zanetti/Via Carretani. Fue como un estallido de luz cegador. Porque lo que tenía delante unos metros más allá, iluminado por el sol del atardecer, era un gran fuego de artificio de mármol blanco, verde y rosado, lleno de filigrana. Inimaginable si no lo ves, si no estás allí admirando dimensiones, volúmenes, colores y harmonías. Una de aquellas obras que te preguntas cómo ha sido posible, que muestran la grandeza humana en toda su capacidad creadora, un desafío en el propósito y el hecho, que ha salido bien y su éxito se prolonga a lo largo del tiempo para gloria de todos, no solo de los que la hicieron posible.

El conjunto monumental que forman baptisterio, catedral y campanario es uno de los espectáculos más fascinantes que jamás he visto; te cautiva y no puedes evitar contemplarlo cada vez que pasas por allí y sentir el influjo reconfortante de su belleza. Arquitectos, escultores, pintores, maestros de obras y artesanos, todos conjugados para hacer una verdadera maravilla. Obra maestra del gótico y del primer Renacimiento italiano, la catedral del Santa Maria dei Fiore —éste es su nombre oficial— fue diseñada por Arnolfo di Cambio a finales del siglo XIII e intervienen hasta terminarla definitivamente en la primera mitad del seglo XV arquitectos y artistas de tanto renombre como Giotto di Bondone, Andrea Pisano, Andrea Orcagna, Tadeo Gaddi, Filippo Brunelleschi, Michelozzo, Verrochio, Jacopo della Quercia y Donatello. La fachada principal, gótica, fue demolida a finales del siglo XVI y quedo desvestida hasta la segunda mitad del siglo XIX, que se construyó la actual, neogótica, en concordancia con el Campanile y el baptisterio. El interior, a pesar de su grandiosidad —se trata de uno de los templos más grandes de la cristiandad—, no tiene la magnificencia sorprendente del exterior.

El segundo impacto emocional fue el David de Michelangelo. Ya sé que es un tópico, pero no me importa caer en él, porque yo también me rendí a su perfección. El mármol de Carrara es de una blancura que deslumbra y la escultura, de una belleza subyugadora. Colosal, se yergue en medio de la sala llenándola con su corpulencia nívea esculpida con una precisión y elegancia sublimes. Más de cinco metros de músculos y tendones, venas hinchadas por la tensión, rostro de rasgos regulares, sereno, mirada intensa, pelo revuelto… Cinco toneladas y media de carbonato de calcio cristalizado convertidas en una obra de arte extraordinaria por la genialidad de un hombre: Michelangelo Buonarroti (1474-1564). Antes que él, tres escultores habían trabajado sobre este gran bloque de mármol, denominado “el gigante”, sin éxito. Y tras veinticinco años abandonado, lleno mataduras por los intentos fallidos, Michelangelo empieza a esculpirlo a partir de simples bocetos, dibujos y modelos de cera y de terracota a pequeña escala, prescindiendo de modelos en yeso a escala real como hacían otros artistas de la época. Convencido de que la obra ya existe previamente dentro del bloque de mármol y que él solo tiene que descubrirla, librarla del envoltorio de piedra que la esconde, el artista trabaja en el David durante poco más de dos años, de setiembre de 1501 a principios de 1504. En junio de 1504, la escultura se instala en la Piazza della Signoria, ante el Palazzo Vecchio —donde ahora hay una copia más pequeña, también en mármol— y se descubre el 8 de setiembre del mismo año. A partir de este momento su magnificencia la convierte en símbolo de la República de Florencia, referente de la escultura renacentista, la obra más emblemática de Miguel Ángel y una de las esculturas más famosas del mundo.

El tercer momento de gozo intenso fue contemplar la ciudad de Florencia al caer la tarde desde el mirador del Piazzale Michelangelo. Extendida por el valle del Arno, cuyas aguas discurren al pie de la colina donde está la plaza desde 1869, Florencia se muestra magnífica y señorial, con torres y cúpulas que sobresalen del caserío apelotonado de la parte vieja, de entre las que destacan el Campanile, la Torre Arnolfo, del Palazzo Vecchio, la magnífica cúpula octogonal del Duomo y la mole inmensa de la Santa Croce. Más allá, la ciudad moderna pasa desapercibida, invisible a las miradas que se centran en la Florencia histórica, en donde se conjugan el gótico y el Renacimiento para ofrecer algunas de sus mejores realizaciones técnicas y artísticas, y en sus puentes, presididos por el famoso Ponte Vecchio, el único puente que atravesaba el Arno desde el tiempo de los romanos hasta que en el siglo XIII se construyó el de Carraia un poco más allá. Desde allí arriba, el panorama embelesa y podrías pasarte horas contemplándolo si no fuese que varios centenares de turistas suspiran por ocupar tu lugar en primera línea y tienes que conformarte con un tiempo prudencial, justo para hacer algunas fotos, identificar construcciones y edificios significativos y guardar la impresión en el disco duro de la memoria.

El cuarto sobresalto emocional fue el que tuve cuando descubrí que me habían birlado el móvil de la mochila mientras iba de la iglesia de Santa Maria Novella a la farmacia ubicada en el antiguo convento —entrada por Via della Scala, 16— y considerada la más antigua de Europa, más incluso que la de Llívia. Según las fuentes consultadas, la fundaron los padres dominicos en 1221. En la actualidad solo venden perfumes, colonias y jabones de elaboración propia, si no, les hubiese pedido un poco de agua del Carmen para hacerme pasar el disgusto.