El fin de semana pasado fue un fin de semana cinéfilo. En los cines Méliès ―los tengo a cuatro pasos de casa― hacían dos películas que Isabel ya había visto y me había recomendado. Normalmente solo voy al cine cuando ella me lleva, pero en esta ocasión, como no salí a caminar, decidí ir al cine.
El sábado vi Truman (2015), de Cesc Gay. La película gira alrededor de una despedida definitiva. Tomás (Javier Cámara), que vive en Canadá desde hace años, se entera de que a su amigo Julián (Ricardo Darín) se le ha reproducido el cáncer y lo va a visitar a Madrid. La intención es infundirle ánimos, pero cuando llega se encuentra que Julián, ante el mal diagnóstico, ha tomado la decisión de no someterse a ningún tratamiento y resolver los asuntos que tiene pendientes para hacer frente al final. Y aprovecha la presencia del amigo para que le acompañe en este periplo doloroso y emotivo.
Lo que podría resultar un drama lacrimógeno, en muchos momentos toma el aire de comedia y descarga de transcendencia la situación. El espectador agradece este tratamiento y sonríe ante la eventualidad de la muerte. La interpretación de Darín y de Cámara es buena ―les significó el premio ex aequo a la mejor interpretación en el Festival de San Sebastián 2015― y sostiene el peso de la película, basada en el diálogo, expresivos silencios y emociones contenidas. Me gustó.
Domingo vi Lejos de los hombres (Loin des hommes, 2014), de David Oelhoffen. La película está basada en el relato El huésped, uno de los seis que componen la obra de Albert Camus El exilio y el reino (1957). Un excombatiente francés, nacido en Argelia, se retira al corazón del Atlas para hacer de maestro en una escuela solitaria en medio de las montañas. Una noche, su retiro es alterado por la presencia de un colono que conduce a un argelino que ha matado a su primo. El maestro (Viggo Mortensen) recibe el encargo de conducir al prisionero (Reda Kateb) a un pueblo cercano para ser juzgado. A disgusto, el maestro emprende el camino con el prisionero. Estamos en 1954 y el levantamiento de los argelinos para alcanzar la independencia del país ha convertido las montañas en refugio de rebeldes. Esto, que alarga y complica el viaje, hace posible que los dos hombres se vayan conociendo y se establezca entre los dos un vínculo.
El paisaje abrupto y dilatado, los personajes herméticos y un tratamiento cinematográfico austero construyen un film rudo y contenido, en el que la vida triunfa sobre la muerte. Los planteamientos existencialistas de Camus que animan al personaje del maestro dan a la historia una gran dimensión humana, reconocida y premiada en el Festival de Venecia de 2014 con el premio SIGNIS, que otorga un jurado ecuménico. La crítica ha querido encasillar la película en el género de western, y la verdad es que no sé por qué. A parte de la mera coincidencia del eje argumental y que en ella salen rifles y pistolas, no encuentro ninguna coincidencia más, sino al contrario. Lejos de los hombres no presenta ni la exaltación épica ni el culto al héroe que el género del western nos tiene acostumbrados. Creo que se trata de una película excelente, y mi amigo Beà está de acuerdo en ello.
Pero la guinda del fin de semana la puso BTV al ofrecernos en el espacio Clàssics sense interrupcions, Matar un ruiseñor, de Robert Mulligan. Mulligan ―a quien tenemos que agradecer otra película inolvidable: Verano del 42 (Summer of ’42, 1971)― realizó la adaptación de la novela Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1960), de la escritora norteamericana Harper Lee, en el año 1962. La película, rodada en blanco y negro, tuvo tanto éxito como había tenido la novela ―premio Pulitzer de 1961― y recibió tres Oscars de ocho nominaciones: al mejor actor para Gregory Peck, al mejor guion adaptado y a la mejor dirección artística.
A pesar de haber visto la película varias veces nunca puedo sustraerme a su encanto. La forma en que la trama se expone a través de la mirada inocente de los personajes infantiles actúa como un mudo y contundente alegato en contra de los prejuicios ―ya sean raciales o relativos a las enfermedades mentales―, a cuyo alrededor gira la historia. Al mismo tiempo, la derrota ante la justicia de la figura firme, paciente y tolerante del abogado Atticus Finch (Gregory Peck), incapaz de hacer prevalecer la verdad por encima del odio racial que impregna la comunidad blanca de un pueblo de Alabama, a la cual él mismo pertenece, es una denuncia de la ceguera moral de las personas ante la fuerza de la convención.