Hace unos días terminé de leer Todo un hombre, la segunda novela de Tom Wolfe. La empecé la primera semana de julio, poco después de instalarme en Son Bauló y dejar de lado la decepcionante novela de Joël Dicker, El libro de los Baltimore, que me habían dejado y que empecé en el aeropuerto. El éxito clamoroso de La verdad sobre el caso Harry Quebert —más de 3.000.000 de ejemplares vendidos— ha perdido el joven Dicker, que definitivamente renuncia a hacer literatura para entregarse a producir para el gran mercado editorial.
En Todo un hombre (A Man in Full, 1998) se reafirman los rasgos estilísticos del autor, el sello Wolfe, que, en este caso, a causa de la extensión excesiva de la obra, en algún momento me ha dado la sensación de tics literarios que, a copia de repetirse, pasan a ser una rémora para desarrollo de la historia, que divaga en grandes meandros hasta el final. Incluso he estado a punto de abandonar la lectura, también, pero el crédito que me merece el autor por el acierto de La hoguera de las vanidades (nota 15/06/2018) me ha empujado a seguir a pesar de arrastrar una cierta sensación de decepción. No, Todo un hombre no es la novela que me esperaba; no tiene el temple ni la contención de la primera. Da la sensación que Wolfe también se haya dejado emborrachar por el éxito y pierda el sentido de la mesura.
Sin embargo, no le faltan méritos y es perceptible el talento y la gran capacidad de observación de Wolfe, excelente cronista de la realidad sobre la que fija su mirada, en este caso, la ciudad de Atlanta, Georgia, donde la convivencia entre la población blanca y la de color no acaba de superar la barrera de la discriminación racial a pesar de la aparente normalidad que puede significar tener un alcalde negro. Todo un hombre relata la decadencia física y económica de Charlie Croker, un sexagenario de carácter fuerte y físico poderoso, estrella de futbol americano en su juventud y promotor inmobiliario de éxito, que asiste, impotente, al hundimiento de su imperio. A su alrededor, toda una serie de personajes, blancos y negros, vivirán este momento a tenor de sus intereses y su vileza. Pero todo cambia cuando Conrad Hensley, un joven desarraigado e idealista, padre de familia y fugitivo de la justicia, se cruza en la vida de Croker y le da a conocer la filosofía de los estoicos y la figura de Epicteto.
La descripción minuciosa de espacios y personajes, la viveza de los diálogos y la mirada irónica y distante con que el autor va desgranando los distintos hilos argumentales son valores que están presentes en Todo un hombre, como también lo estaban en La hoguera de las vanidades. Está claro que Wolfe no es uno de esos escritores que escribe para halagar a un público que se satisface con banalidades aderezadas con los tópicos del género; su literatura es personal y vigorosa, pero en esta ocasión es víctima de su propia exuberancia narrativa, y el resultado es una novela morosa, reiterativa e, incluso me atrevería a decir, autocomplaciente.
No obstante, seguiré explorándolo. Su pintura de la sociedad urbana contemporánea y de todos aquellos que la integran es aguda y traspasa su brillo de oropel. Dibuja bien personajes y ambientes, y sabe resolver con verosimilitud situaciones difíciles de la trama; es ocurrente con símiles e imágenes, y no cae en la tentación de lirismos descriptivos fáciles. En Barcelona me espera Soy Charlotte Simmons (I Am Charlotte Simmons, 2004), tercera novela de Wolfe y, como Todo un hombre, de una extensión considerable. No sé lo que haré. Si la leeré a continuación cuando llegue o leeré primero Bloody Miami (Back to Blood, 2009), la última, de la que Pilar me dio buenas referencias. Y Pilar es de fiar.