Digresión hortícola-culinaria
Desde hace un par de veranos Isabel planta tantas calabaceras que la producción de calabazas nos crea problemas de almacenamiento y consumo, y a pesar de que repartimos entre las amistades, nos quedan suficientes para asegurarnos el consumo de calabaza durante todo el año y hasta de aborrecerla.
La calabacera es una planta agradecida; produce semillas en abundancia, fáciles de guardar y germinación casi garantizada, y cuando las trasplantas del plantel al huerto, no fallan nunca, Luego, solo hace falta regarlas para que se desarrolle una mata exuberante, rastrera, de hojas grandes, flores amarillas bastante ostentosas y un fruto rico en vitaminas A, C y oligoelementos. No pide demasiadas atenciones; Isabel las conserva sanas solo espolvoreando las hojas con azufre. Una calabacera puede extender sus tallos por el suelo hasta alcanzar los diez metros y puede dar perfectamente media docena de calabazas, que puestas a secar al sol nos duran todo el año. Isabel suele plantar entre ocho y diez; multiplicad, pues, y tendréis nuestra producción anual. (Ahora parezco yo el matemático y no ella.)
Tanta calabaza pide imaginación para cocinarla de forma variada. Durante el invierno, con ella hago sobre todo crema, pero también la consumo con arroz, acompañando el cocido de lentejas, al horno y a la plancha como guarnición; en una ocasión hice canelones de verduras con bechamel de calabaza, pero es demasiado laborioso y no lo he repetido. También he hecho mermelada de calabaza y, la verdad, no me convenció demasiado. Tras varios ensayos, he llegado a la conclusión de que la mejor crema de calabaza es la que se prepara con un puerro, una cebolla, una patata mediana, aceite y sal al gusto del consumidor o en la cantidad que le permita la tensión arterial. Pero un poco de sal es necesaria porque la calabaza de por sí es insípida.
Una vez pelados, lavados y troceados todos los componentes, vierto un poco de aceite de oliva en la olla a presión y tiro la cebolla para que se sofría un poco, luego, el puerro y la patata, y finalmente la calabaza; todo a intervalos de dos minutos. Lo revuelvo durante un par de minutos más, vierto agua sin llegar a cubrirlo y añado un pellizco de sal. (Soy de los que se la debe controlar.) Tras tener la olla al fuego durante veinte o veinticinco minutos, lo apago y dejo que se termine de cocer con el vapor. A la hora de servir la crema, si tengo invitados, le doy un toque de color con un poco de perejil troceado, y, tanto si los tengo como si no, la alegro con un chorrito de aceite picante.
De pequeño, el arroz de calabaza era uno de mis platos favoritos, y ahora, de mayor, lo he vuelto a incorporar a mi dieta alimentaria. Lo suelo preparar tipo risotto. Pico el ajo, la cebolla y la calabaza en la picadora, lo sofrío bien, hasta que la calabaza cambia de color y adquiere una tonalidad amarilla azafranada, vierto medio vasito de vino blanco y subo el fuego para que se evapore el alcohol. A continuación añado el arroz, que tiene que ser bomba, lo mezclo con el sofrito y voy añadiendo poco a poco el caldo de pollo previamente calentado. Cuando ya está el arroz cocido, lo retiro del fuego y lo sazono con un poco de pimienta y le añado el parmesano rallado, lo revuelvo y listos. Si os habéis fijado, no he puesto ni sal, ni mantequilla, ni crema de leche como suelen llevar los risottos, y es que como me lo hago para mí, para adecuarlo a mi situación cardiovascular, que ya no es la de cuando tenía veinte años, limito el toque de sal a la que ya lleva el queso parmesano y elimino las grasas innecesarias.
Suelo comer la crema de calabaza en la cena y el arroz, que es más pesado, al mediodía, pero ambas son comidas saludables, con calabazas ecológicas de cosecha propia, con las que procuro garantizarme una vida larga y sana. Aunque eso nunca se sabe.