Acabo de ver Roma, città aperta, de Roberto Rossellini, a Clàssics sense interrupció, de Barcelona Televisió. A pesar del tiempo transcurrido, la película se mantiene sólida y convincente. La arquitectura del guión es simple, los personajes, contenidos, el lenguaje cinematográfico, austero, y el mensaje, claro y directo. Todo esto que en el cine actual sería considero un demérito, dan a Roma, città aperta su gran valor, sobre todo cuando consideramos que es una película hecha en caliente, rodada, como aquel que dice, sobre las cenizas humeantes de la ciudad.
Roma, città aperta se empezó a realizar tan solo dos meses después de que la capital italiana fuese liberada por las fuerzas aliadas, y fue concebida mientras los autores de la historia vivían refugiados en un apartamento para no caer en manos de los fascistas. Escondidos en compañía de un jefe comunista, Amidei y Rossellini están al corriente de las actividades de la resistencia, de las delaciones, de las torturas; se enteran de la detención del sacerdote Guiseppe Morosini por la Gestapo y de su condena a muerte por formar parte del grupo de resistentes conocido como la “banda Fulvi”; el 4 de abril de 1944, dos meses antes de la liberación de la ciudad, les llega la noticia de su fusilamiento. Y en cuatro meses los personajes se definen y el guión toma cuerpo. Don Pietro (Aldo Fabrizi), Manfredi (Marcelo Pagliero), Pina (Anna Magnani), Marina (Maria Michi), los niños…; en este corto espacio de tiempo, todos pasan a representar el drama de la guerra en el devastado solar de Roma, en donde habían transcurrido los hechos reales que lo inspiran. Rossellini vende los muebles para comprar película en el mercado negro; son fragmentos cortos de negativo que el operador tiene que pegar metro a metros; el equipo se mueve por la ciudad amparándose en un permiso para hacer un simple documental; se rueda sin sonido porque no hay dinero y más tarde los actores se doblan a sí mismos. Pero finalmente la película se termina y se convierte en una nueva imagen de Italia, es la voz de la Italia que, volviendo la espalda a los pomposos desfiles militares de los camicia nera, se opuso al fascismo de Mussolini y luchó contra la ocupación nazi. La Italia valerosa y rebelde encarnada por Teresa Gullace (Pina-Magnani), asesinada de un disparo nazi cuando corría tras el camión que se llevaba a su marido, detenido por la Gestapo ―una de las imágenes más impresionantes de la película por la austeridad de su realismo, que ayuda a evocar la cotidianidad de la muerte en aquel mundo dislocado por la crueldad y la violencia.
Como dijo una vez Rossellini bromeando: “Roma, città aperta hizo más para que Italia recuperase su lugar en el concierto de la naciones que todos los discursos de nuestro ministro de Asuntos Exteriores.”
La película obtuvo la Palma de Oro en el Festival Internacional de Cine de Cannes de 1946 y está considerada como la primera manifestación de la corriente neorrealista italiana, bajo cuyo sello irrumpieron en el panorama cinematográfico cineastas de la talla de Federico Fellini, Luchino Visconti, Vittorio de Sica, Alberto Lattuada, Giuseppe de Santis, Pietro Germi, Luigi Zampa y otros que ahora no recuerdo. Por cierto, en la autoría del guion de Roma, città aperta, junto con Sergio Amidei y Roberto Rossellini, figura Federico Fellini, entonces un joven periodista de 24 años.