En una sola conversación entre dos de sus personajes, Sebastià Alzamora eleva Reis del món de biografía novelada a obra de arte; con tan solo veinticinco páginas conecta todo el relato desgranado hasta entonces y lo convierte en un corpus compacto que emociona por lo que tiene de profundamente humano, por las resonancias que despierta en nuestro interior y por las preguntas que hace que nos planteemos, no ya sobre los dos protagonistas de la confrontación ni sobre la novela en sí misma, sino sobre nosotros. En el invernadero del hotel Palace, de Madrid, Alzamora traspasa los límites de su propi relato y, a través de las palabras, nos enfrenta a reflexionar sobre la condición humana, su grandeza y su extravío, y lo hace con la sutileza y la elegancia de un gran maestro.
Reis del món presenta a dos personajes reales, Joan March y Joan Mascaró, que tienen en común un lugar de origen —ambos son de Santa Margalida, un pueblo del interior de Mallorca de tradición campesina—, una fama internacional, a pesar de que en ámbitos muy distintos, y una singular amistad dada su actitud contrapuesta ante la vida. Joan March es un hombre de negocios, que empieza a enriquecerse con el contrabando de tabaco y acaba convertido en uno de los magnates más poderosos de su tiempo al saber aprovechar las coyunturas bélicas de la primera mitad del siglo XX en su favor. Por el contrario, Joan Mascaró es un intelectual brillante, especialista en lengua y cultura sánscritas, que hace de la espiritualidad y el pacifismo su campo de trabajo y actitud de vida. Entre estos dos hombres tan dispares existió una amistad a la que Alzamora nos aproxima. Lo hace indirectamente, a través de las voces de Emili Tremulles, una especie de secretario de Joan March, y de Kathleen Ellis, la esposa de Joan Mascaró. Unas presuntas memorias que Tremulles escribe en su vejez y un diario personal de Kathleen son el recurso técnico que Sebastià Alzamora utiliza para huir de biógrafo y ocultar al novelista.
La novel se estructura básicamente en dos cuerpos bien diferenciados y se centra en mostrar momentos puntuales de la vida de los dos protagonistas y en reunirlos, primero en Santa Margalida, en un encuentro ocasional cuando Joan Mascaró es aún un niño y Joan March, un joven atrevido y ambicioso, y, luego, en una conversación que se produce cuarenta años más tarde entre ambos en Ginebra, a orillas del lago Lemán, un día de tormenta. Hechos y diálogos van dibujando a cada uno de los personajes y otorgándoles los atributos que los hicieron destacar en sus campos respectivos y los significaron, a la vez que entramos en aspectos personales que nos los presentan en una dimensión más íntima y doméstica.
La información se desliza hacia el lector con agradable facilidad a través de una prosa rica y precisa y, poco a poco, vamos estableciendo vínculos con los dos personajes principales y los dos secundarios, los que los rememoran y les dan voz, y también vamos descubriendo los sentimientos que ambas figuras relevantes inspiran en sus cronistas. Y es precisamente aquí, cuando las voces se interrelacionan, que Alzamora sitúa el clímax de la novela y nos ofrece las mejores páginas del relato, intensas, brillantes, inspiradoras; tanto, que no he podido reprimir el deseo de interrumpir la lectura cuando tan solo me faltan cincuenta páginas para acabar el libro, sentarme en el ordenador y escribir esta nota.
PS. Completada la lectura de Reis del món, tengo poco que añadir salvo recomendarla más allá del interés que puedan despertar las figuras de Joan March y Joan Mascaró. Porque en el relato de la amistad sorprendente entre un místico y un mafioso, en la confrontación dialéctica del erudito pacifista y el hombre de acción, cínico y egoísta, se muestran dos visiones contrapuestas de entender la vida, que extrañamente no se excluyen, como nada se excluye de lo que acontece en la existencia humana, nos guste más o menos, nos complazca o nos estremezca.
Para acabar, cito una frase de una de las últimas notas que dejó Joan Mascaró antes de morir el 19 de marzo de 1987, en Comberton, Inglaterra. Tenía cerca de 90 años: «A medida que los años pasan uno siente la poesía con más buen sentido crítico, buena señal. No somos viejos, somos jóvenes de eternidad». Me encanta.