Reflexiones

Isabel se ha comprado un televisor nuevo. Un LG de 49 pulgadas que estrenamos viendo Historia de un matrimonio (Marriage History, 2019), de Noah Baumbach. La película relata una separación matrimonial dolorosa para todos los implicados, que me recordó la mía y me dejó tocado. A pesar de los años que han pasado y la racionalización del proceso, no puedo borrar de la memoria emocional lo que sentí durante el tiempo que duró la ruptura y el inmediato posterior. Estoy seguro que Baumbach, guionista y director de la película, ha vivido en carne propia una experiencia parecida y la ha trasladado a la pantalla con toda su capacidad perturbadora.

Nicole (Scarlett Johanson) y Charlie (Adam Driver) se enamoraron cuando se conocieron y juntos emprendieron un proyecto teatral común en Nueva York y un proyecto familiar, del que he resultado un hijo, Henry, de ocho años. Pero Nicole se siente decepcionada y frustrada en sus aspiraciones y plantea la separación. Charlie la acepta sin demasiado convencimiento y confiando en una posible reconciliación después de una estancia de Nicole y Henry en Los Ángeles, donde ella tiene a su familia y un papel en una serie de TV. Hasta aquí, a pesar de la crisis, el respeto y el afecto siguen rigiendo la relación de Nicole y Charlie, y ambos se esfuerzan en mantener a Henry al margen del conflicto.

Pero en Los Ángeles, Nicole comete el error de poner la separación en manos de una abogada, que plantea la ruptura de forma definitiva y en términos ventajosos para su clienta. Ante esto, Charlie se ve obligado a buscar también abogado en Los Ángeles, donde se presenta la demanda de divorcio. A partir de aquí, las estrategias de los abogados sacan a relucir todo el resentimiento acumulado y todos los agravios, y lo que había sido amor, se convierte en odio. Hay un momento en que Nicole y Charlie se dan cuenta de que la situación se les ha ido de las manos, pero ya no pueden hacer nada. La beligerancia y la avidez de los abogados, para quienes aquello es tan solo un caso más de divorcio que deben ganar, pasa a regir sus vidas. El acuerdo amistoso que habían pactado ya no es posible, ninguno de los dos se reconoce en la exposición de los hechos ante el juez, y ambos se sienten perdedores de una batalla que muy poco tiene que ver con ellos. Es el momento en que el dolor inunda el relato y la destrucción de las vidas de los protagonistas pasa a ser un hecho. Deberá de pasar bastante tiempo para que ambos puedan rehacerse del mal que se han infligido mutuamente.

En mi caso no hubo abogados y la separación por mutuo acuerdo fue posible con un simple documento notarial en el que se establecía la custodia sobre el hijo y un régimen de visitas que, más tarde, fuimos modificando en función de las circunstancias personales que concurrieron en cada uno de nosotros. Pero no nos substrajimos a los reproches y al resentimiento, y que durante un tiempo nos percibiésemos como enemigos y la comunicación resultara imposible. Fueron momentos difíciles de desconcierto y dolor que he visto reflejados en la película y que me han llevado una vez más a preguntarme por qué pasó y a lamentar la parte de culpa que sin duda tuve.

Pasados treinta y cinco años de todo aquello, restablecida la relación en un marco de respeto y cordialidad, con nietos comunes, ahora no sé reconocer en ella a la persona de quien me enamoré. La confrontación borró todo rastro de amor. Quizás como reacción de defensa, como instintiva protección de mi yo he tenido que aprender a considerar con indiferencia a alguien a quien había querido y por quien me sentí querido. Quizás ha sido esto. Y me sabe mal, porque, como los protagonistas del film, ni ella ni yo nunca actuamos de mala fe. Pero nos causamos demasiado sufrimiento y la vida tenía que continuar.