Reflexiones

Hoy he asistido a un funeral. El difunto era el padre de un amigo. 92 años. Una vida larga y plena. Por eso, entre los asistentes al acto se respiraba un ambiente tranquilo y resignado. El oficiante de la ceremonia era uno de los hijos del difunto, hermano de mi amigo y sacerdote. La capilla estaba llena. El difunto, a quien no conocía personalmente, era un hombre creyente, que había creado una familia extensa, y muy apreciado en su círculo social. Y allí, en aquel ambiente recogido y cargado de fe, las palabras del oficiante, que en otras ocasiones me han sonado a frases repetidas por costumbre, vacías de contenido, han tenido el significado pleno de una despedida cristiana.  

Seguramente por esto, por la convicción del discurso, mientras los asistentes seguían el oficio póstumo con la solemnidad serena que requería el momento y respondían a coro al oficiante y entonaban plegarias y cánticos, he reflexionado una vez más sobre el significado último de la religión y en su importancia para nuestra sociedad. El concepto de resurrección del alma ha presidido la ceremonia y brindaba paz y consuelo a todos los que se reunían alrededor del difunto, personas de fe, como él.

Si crees en el hijo de Dios y en su encarnación redentora estás salvado, decía el oficiante, porque alcanzarás la vida eterna, como ya la ha alcanzado nuestro hermano. Deja el envoltorio del cuerpo en la tierra y entra, puro y etéreo, en el reino de los cielos, donde se encontrará con los seres queridos que lo han precedido en el camino y juntos vivirán la vida eterna.

Un mensaje confortador que, si te lo crees, elimina la angustia de la muerte y nos abre una expectativa de futuro. ¿Qué más queremos? Una idea maravillosa y necesaria para mantener la esperanza ante las adversidades y la decadencia del cuerpo. Porque el discurso cristiano también dice que a más sufrimiento en la tierra dentro de la fe, mayor será la recompensa en el cielo.

El problema que tengo con la idea de Dios y la articulación del mito que se ha tejido a su alrededor en cualquiera de las religiones que confortan a los miles de millones de personas que habitamos el planeta es que, como todo hecho cultural, es fruto de la mente humana. Una idea genial, posiblemente la creación más brillante junto con la del lenguaje, que resuelve la incógnita del Más Allá y ofrece una salida a la desesperación que comporta la desaparición de los seres queridos y la del propio yo.

Y entremedio de aquel grupo de personas que abrazaban una fe con convicción y despedían al padre, al tío, al pariente, al amigo, sosegados por la promesa de la resurrección, he pensado que eran afortunados al creer tan ciegamente su propia invención.