Reflexiones

El sábado vi una película que se podría subtitular “la imperceptibilidad masculina del amor” y que trata de la tan real y extendida ceguera del hombre ante el amor silencioso de la mujer. Y me resultó tan sorprendentemente emotiva dentro de una exposición de la realidad fría e insensibilizadora en la que viven los personajes de la historia y la mayoría de todos nosotros, que la vi dos veces seguidas. El tránsito del protagonista masculino de la indiferencia rutinaria respecto a su esposa hacia la exaltación sentimental de su ausencia tras una muerta súbita es conmovedor y paradigmático, porque refleja una característica masculina tan habitual y que siento en mí mismo, que me avergüenzo.

He visto la película pocos días después de la huelga mundial feminista y, tras verla, me doy cuenta del gran error que nuestra civilización ha cometido y está cometiendo al situar a las mujeres en un segundo plano y excluirlas históricamente de la participación en el establecimiento de las directrices de la vida colectiva. Cada vez estoy más convencido de que el extravío en el que vivimos es en buena medida consecuencia de haber relegado la feminidad a la sumisión de la masculinidad, de la imposición de los valores masculinos sobre los femeninos en un claro triunfo de la fuerza y la agresividad sobre la sensibilidad y la capacidad de amar.

Aún estamos en la etapa de la selva, en el imperio del más fuerte, y si se tiene que producir un cambio en la trayectoria que seguimos, que, a pesar de toda la tecnología que hemos logrado acumular, nos aboca como especie hacia la destrucción, tiene que venir de la incorporación de valores femeninos a nuestra conciencia colectiva. Creo que los hombres ya hemos demostrado que somos manifiestamente incapaces de dirigir la humanidad hacia una paz amplia y duradera entre nosotros y con el planeta que habitamos. La acumulación de errores y barbaridades cometidas por figuras masculinas en nombre de objetivos e intereses generales es proverbial y continúa, y a pesar de la ostentación que hacemos en el mundo occidental de nuestras conquistas sociales, la miseria económica y moral se ensancha día a día y nos hace vivir en una especie de esquizofrenia asumida. El sufrimiento que nos causamos los unos a los otros es tan extenso y tan presente que nos enferma y únicamente en el aturdimiento consciente o inconsciente encontramos escapatoria.

Ha llegado un punto que ya no puedo mirar los noticiarios televisivos, ni ver documentales sobre desheredados, ni leer más literatura catastrófica, me trastorna, me entristece y me confunde, porque no encuentro ningún sentido a vivir rodeados de desheredados y miserables, de catástrofes humanitarias provocadas por guerras, de crueles tiranías masculinas amparadas por preceptos religiosos establecidos por divinidades y profetas masculinos. Estoy convencido de que si pusiésemos en una balanza las toneladas de dolor y las toneladas de amor desinteresado, de hermandad solidaria, de sentimientos y emociones que te acercan mucho más a la felicidad que una cuenta bancaria multimillonaria o una plegaria exaltada antes de hacerte estallar con una bomba para tratar de matar junto contigo cuantos más mejor, el fiel de la balanza se inclinaría hacia el dolor. Y en esto, el liderazgo secular masculino tiene la responsabilidad.

No sé cómo estaría el mundo si en lugar de dirigirlo los hombres, lo hubiesen dirigido las mujeres, pero dudo que estuviese peor. Quizás ya va siendo hora de incorporar su voz capacitada en todos y cada uno de los ámbitos a través de los que estructuramos nuestra organización social. Pero no una mujer masculinizada, admitida por su asunción de valores masculinos, como pasa a menudo, sino una mujer con toda su feminidad impregnada de unos valores que, cada vez más, lamento no haber asumido lo suficiente.

Por cierto, la película que me ha iluminado el alma por unas horas y me ha inspirado todo esto es Cerezos en flor (Kirschblüten – Hanami, 2008), de la directora y escritora alemana Doris Dörrie (Hannover, 1955).