Reflexiones

A propósito del film La conspiración del silencio

Este domingo TV3 pasó la película alemana La conspiración del silencio (Im Labyrinth des Schweigens, 2014), de Giulio Ricciarelli. El guion se basa en hechos reales ocurridos en Frankfurt entre los años 1958, que se inicia la investigación, y 1965, que tiene lugar el último juicio del llamado Proceso de Auschwitz, en el que se juzgaron a 22 oficiales de las SS por el papel que jugaron en el campo de exterminio donde murieron más de un millón de personas. En la película, el argumento gira alrededor del fiscal Johann Radmann, un joven idealista que cuando se entera de lo que pasó en Auschwitz y que buena parte de los nazis que hicieron posible su funcionamiento han vuelto a la vida normal y ejercen sus profesiones anteriores o de nuevas amparados por una conspiración de silencio que abarca desde las autoridades alemanas hasta la ciudadanía, se perturba profundamente y, con la cobertura de su jefe, el fiscal general de Frankfurt, inicia una investigación con la intención de llevar ante los tribunales a los oficiales supervivientes del campo de exterminio.

Este fue el primer juicio civil en Alemania destinado a mostrar públicamente unos hechos terribles y terminar con la impunidad que la pervivencia ideológica en unos y la vergüenza en otros permitía. El Proceso de Auschwitz fue el primer paso para la reparación de la dignidad nacional alemana a través del reconocimiento de la culpa, la terapia necesaria para la recuperación psicológica de una nación sobre la que pesaba la enormidad de un genocidio.

Alemania había sido vencida y fue capaz de hacer este ejercicio sanador desde la humildad del vencido. Pero si hubiese ganado la guerra, esta depuración no se habría llevado a cabo y los crímenes seguirían ocultos e impunes y la ideología que los perpetró, viva.

En España el fascismo venció en la Guerra Civil y la crueldad perpetrada bajo la cobertura de la confrontación por uno y otro bando continuó, pero ahora solo por parte de uno, que siguió castigando y matando personas por razones ideológicas durante un largo período de tiempo. Durante todo este tiempo en mi casa se vivió en el silencio y el miedo, la política era percibida como una actividad de riesgo si no se ejercía dentro de los límites del régimen establecido, y crecí en la ignorancia de la violencia que ejercía el Estado contra cualquier disidencia. Mi primera consciencia política la adquiero en la universidad y se mueve en la clandestinidad y bajo la amenaza de la represión policial. Yo ya tenía entonces dieciocho años, y aún tuvimos que esperar algunos años más para que el régimen autoritario que había alcanzado el poder en España en 1939 perdiese su líder y se iniciase el camino hacia la democratización.

Pero a diferencia de Alemania, la democratización española no depuró las responsabilidades criminales cometidas durante la dictadura franquista, y las mismas personas que habían ejercido la violencia de estado se reciclaron a demócratas y continuaron ocupando cargos políticos e institucionales. De ahí las deficiencias democráticas que arrastra el país tras cuarenta años de transición y que se han puesto de manifiesto con el estallido del nacionalismo catalán. De ahí las dificultades para esclarecer lo que pasó en las prisiones españolas durante la posguerra, las detenciones caprichosas, las desapariciones y las ejecuciones tras juicios sin garantías. De ahí la impunidad de individuos con sangre inocente en sus conciencias.

No, las secuelas de la Guerra Civil no han acabado aún, y no se acabarán hasta el reconocimiento por parte del Estado del período oscuro y de dolor que significó la dictadura franquista para millones de ciudadanos y decida airearlo a fin de cerrar definitivamente las heridas, como hizo Alemania. La ocultación y el silencio, el querer pasar página sin más ni más, la banalización del sufrimiento infringido, es la actitud propia de quien todavía tiene la mentalidad de aquellos vencedores a pesar de tildarse de demócrata.