Reflexiones

Reflexión ociosa en Son Bauló

Isabel se ha subido a una escalera vieja de aluminio que se menea más que un bailarín de rumba y me dice que la vigile porque tiene miedo a caerse. Y pienso: ¿cuántos millones de personas se suben a una escalera cada al día en el mundo? ¿Cuántas caen y se rompen un brazo o una pierna, o se abren la cabeza contra el canto de un mueble o de una puerta? Cientos, miles quizás… Aunque seguramente no hay estadísticas que contabilicen este accidente concreto, que queda incluido dentro del concepto más amplio de accidente laboral o doméstico, en función del ámbito en el que se produzca la caída.

 La razón por la que Isabel se ha subido a la escalera vieja de aluminio es limpiar unas cabezas de viga falsas de madera. (Elemento decorativo que el arquitecto ha situado debajo del alero del tejado y que Isabel se aplica cada año en su mantenimiento. Primero les saca el polvo con un trapo húmedo y, luego, cuando están secas, les da una capa de Textol, una imprimación que cierra el poro de la madera y la protege de la humedad y la lluvia.) ¿No habría sido mejor prescindir de esta floritura y ahorrarle a Isabel el trabajo y el riesgo a una caída?

Por otro lado, estas cabezas de viga falsas de madera que quieren dar la impresión de que el tejado se apoya en ellas, ofrecen un resguardo excelente a las avispas, que verano tras verano fijan ahí sus nidos de celulosa de perfectas celdas hexagonales, y antes de que Isabel emprenda la tarea de limpieza, me toca ahuyentarlas con un insecticida, lo cual siempre me provoca cierto remordimiento.

Y pienso que en esta circunstancia concreta, soy yo quien se arriesga a caer de la escalera vieja de aluminio huyendo de la reacción desesperada de las avispas. “Sería necesario comprar una escalera nueva”, me digo a mí mismo. “O mejor, quizás deberíamos arrancar las cabezas de viga falsas y se acabó mantenimiento, nidos de avispas y el uso de la escalera, que ya sea vieja o nueva siempre es un peligro, sobre todo si consideramos que, tanto Isabel como yo, cada verano que pasa somos un año más mayores”. “¿Más mayores? Más viejos, para ser exactos; porque a partir de los sesenta, uno ya no se hace mayor, sino viejo.”

Mientras medito todo esto sentado en el balancín, mirándola, Isabel ha terminado de limpiar las dos primeras cabezas de viga falsas y empieza con la tercera, que le queda algo más alejada y se ha de estirar para alcanzarla. La escalera se zarandea a cada restregada suya, y yo, alarmado, interrumpo el hilo del pensamiento, me levanto y se la sujeto, no se dé el caso de que, efectivamente, caiga y pase a ser uno de estos accidentes de escalera no contabilizados en ninguna estadística específica que se producen cada día en el mundo.