Reflexiones psicoanalíticas

A mi padre, una mala higiene bucal le costó la dentadura. Quizás todavía no había cumplido los sesenta años cuando le arrancaron todas las piezas de la boca y tuvo que recurrir a dos prótesis para poder comer sólidos. Cuando de las quitaba, la cara se le chupaba como si se la aspirasen desde el interior de la boca. Murió a los sesenta y siete años sin haberse recuperado del todo del trauma de haber perdido la dentadura. Con una insensibilidad que ahora me avergüenza, nunca me hice cargo de lo que padecía por aquello que él vivía como una minusvalidez, signo inequívoco de su decadencia física.

Y es que nunca supe ver a mi padre como individuo. El vínculo actuaba como una lente distorsionadora que me impedía verlo de otra manera que no fuese la de padre. Y como su paternidad se ejerció sobre mí de forma exigente y autoritaria durante la adolescencia, entré en conflicto con ella muy pronto. Este conflicto estuvo presente en nuestra relación incluso cuando me alejé de él y empecé a vivir mi propia vida.

Pero nunca terminé de librarme de su mirada crítica sobre mis decisiones, siempre me sentía juzgado. Había emprendido un camino distinto del que él me tenía trazado, lo decepcioné, y esto siempre pesó en nuestra relación. Sentía su mirada sobre mí constantemente, incluso después de años de haber abandonado la casa familiar, y siempre evité pedirle nada, a pesar de que el camino que había elegido —el cine y la escritura— significaba vivir con estrecheces y angustias económicas. Entre nosotros se había establecido una pugna que duró hasta el final de sus días. Porque no me supe librar de su sombra censuradora —al menos era cómo yo lo sentía— hasta su muerte, que viví como una liberación.

Ahora, a veces pienso que la pervivencia del vínculo fue culpa mía, que no supe desprenderme de él en su momento, que no supe madurar cuando tocaba, y que arrastré una imagen de mi padre distorsionada hasta muy entrada la edad adulta. Quizás si hubiera vivido más, habría sido capaz de verlo de otra forma, quizás habríamos podido hablar de persona a persona, quizás habría podido recuperar el afecto y la consideración que un día le perdí. Quizás. Siempre me quedará la duda.

La herencia biológica y cultural, el vínculo familiar y el entorno social y político inmediato establecen las pautas de nuestra vida. Vivimos lo que nos toca vivir. Nuestra elección se limita a la manera de adaptarnos a todas estas circunstancias y a las que se suman durante el recorrido vital. ¿Somos, pues, dueños de nuestras vidas? Yo diría que solo hasta cierto punto. Y este punto es un porcentaje que varía según el individuo.