Reflexiones psicoanalíticas

Estos días, con la aparición de Atlàntic, al gozo del natalicio le acompaña una cierta incomodidad. Poco dado como soy a la relación social y a la comunicación, me encuentro en la tesitura de querer hacer partícipes a todos mis amigos y conocidos de este nuevo advenimiento, pero un sentimiento de pudor, el miedo a ser considerado un petulante, me hace pensar dos veces cualquier acción de difusión. Y cuando la emprendo, tengo la misma sensación de inseguridad que si me lanzase al vacío. Un rubor interno se apodera de mí e inmediatamente me arrepiento de lo que he hecho. “¿Qué pensarán?”, me digo. Y me quedo con mal cuerpo, como si hubiese hecho una fechoría.

Sé que los buenos amigos, los que me conocen de verdad, no me juzgarán por esto. Pero, ¿y los que no me conocen tanto, los que he tratado poco porque las circunstancias no lo han permitido, cómo recibirán la noticia de que Lorman acaba de publicar una nueva novela comunicada por él mismo? Y la posibilidad de que se formen una idea equivocada de mí con la imagen que más detesto, la de un individuo egocéntrico, vanidoso y fanfarrón, me estremece.

Hay una frase de éstas que los amantes de citar frases cuelgan a menudo en Instagram que viene a decir que qué más da quien piensas que eres, lo que cuenta es quien piensan que eres los demás. Y desgraciadamente es verdad. Como seres que vivimos en sociedad, demasiado a menudo es la opinión de los otros lo que marca nuestro destino. En las relaciones personales y laborales la imagen que los otros se forman de ti es lo que establece el futuro de la relación. Y a eso no podemos sustraernos, porque no depende de nosotros sino de los otros. Nosotros solo podemos esforzarnos en ser empáticos, pero no podemos intervenir en el proceso de juicio del otro y en los factores que entran en juego para establecerlo. Yo mismo he cometido errores de juicio respecto a una persona porque me he dejado llevar por sentimientos negativos como la envidia, la antipatía o la rivalidad. Y me sabe mal y me lo recrimino, pero vuelvo a caer en ello. ¡Es tan difícil no dejarse llevar por el camino fácil del prejuicio!

Y no digamos a nivel de colectivos. ¡Cuán fácil resulta descalificar al otro cuando lo que se está haciendo con la descalificación es significarte tú mismo, distinguirte por encima suyo y autoprocamarte mejor! Racismo, sexismo, homofobia, clasismo…; todas éstas son actitudes vivas en nuestra sociedad, y si lo son, es porque entre las personas que constituimos la sociedad hay racistas, sexistas, homófobos, clasistas y toda la recua de prejuicios que nos marcan. Lo más lamentable es cuando una persona admite el prejuicio y se vanagloria de ello; es como vanagloriarse de la ignorancia. Desconoces quién es el otro como individuo, pero no importa, porque forma parte de un grupo que tú ya tienes juzgado y no quieres hacer el esfuerzo de revisar el juicio. Un negro, un musulmán, un homosexual, una mujer, un oriental, un catalán, un andaluz…, cualquiera puede ser víctima de los prejuicios del otro. Así funcionamos la mayoría.

Si yo mismo reconozco que prejuzgar es una práctica común en la que, demasiado a menudo, yo mismo caigo, ¿por qué me asusta tanto, entonces, que me tomen por quién no soy (o creo que no soy)? Porque ahora soy yo el juzgado. Tan sencillo como esto. Entonces, si no me gusta verme sometido a este proceso, ¿por qué lo pongo en práctica? Ésta es la gran pregunta. Confío recordarla tantas veces como haga falta para mejorar mis relaciones con los demás. Se lo merecen, si no todos, al menos la gran mayoría.