Por las Muntanyes d'Artà

Las Muntayes d’Artà son un destino frecuente de nuestras caminatas por Mallorca. Las tenemos cerca de casa y ofrecen impresionantes panorámicas del norte de la isla sin un esfuerzo excesivo. Por otro lado, son un magnífico telón de fondo del paisaje litoral de la bahía de Alcúdia; su cara cortada y abrupta constituye un atractivo desafío, especialmente al atardecer, cuando el sol poniente las maquilla con una tonalidad rosada, que cautiva la mirada.

En esta ocasión el destino de la caminata es el Puig de sa Creu (486 m), el tercero en altura tras la Talaia Freda (564 m) y el Bec de Ferrutx (528 m), y el único que me falta coronar. Los caminantes somos Tomeu, Natxo, que ha venido a pasar el fin de semana en la isla, y yo. Isabel quería venir, pero el calor y la lectura de una reseña de la ascensión que exageraba la dificultad la han disuadido. Cuando íbamos hacia el punto de partida, la hemos dejado en el puerto de la Colònia de Sant Pere; de allí echará a andar hacia Son Serra de Marina, que es donde nos tenemos que reunir con Helena, Malena y Mercè para comer juntos. A Isabel le encanta caminar a pie llano, por el borde de la costa, contemplando el mar, que hoy es una balsa de aceite.

Partimos del kilómetro 7,5 de la carretera, justo a la entrada de la urbanización de Betlem; aquí se cruza con el sendero que sube a la ermita, integrado en el recorrido del GR-222, de Artà a Lluc. Todo este tramo hasta la ermita de Betlem ya lo describí hace un par de años (nota 17/02/2015). Pero para ir al Puig de sa Creu no hace falta llegar a la ermita, sino que tenemos que continuar por el GR-222 hacia el Coll de la Truja, en un flaqueo que nos proporciona unas vistas espléndidas del paraje donde está el oratorio y del barranco por el que hemos subido. Nos movemos en medio de una vegetación dominada por carrizos y palmitos con algún que otro manchón de pinos; también hay lentiscos, jaras, romero y coscoja. El día es diáfano y el calor soportable; excelentes condiciones para caminar y fotografiar, que son dos de mis aficiones y que se confunden en una sola, porque no sé si camino para fotografiar o fotografío porque camino.

Cuando llegamos al Coll de la Truja ante nosotros se despliega el paisaje interior de las Muntanyes d’Artà, con el valle que preside el caserío de S’Alqueria Vella d’Avall, que ahora acoge el centro de interpretación del Parc Natural de la Península de Llevant, la silueta cónica del Puig des Porrassar, la hondonada de Artà –la población aún no la vemos; las elevaciones del Puig Figuer y el Puig Genet nos la ocultan— y por entremedio de las montañas, el azul del mar a la altura de Cala Rajada. A partir de aquí el camino se hace pedregoso, sobre todo cuando, a los pocos metros de coronar el collado, abandonamos la traza del GR y ascendemos en dirección norte hasta un mirador señalizado en el mapa de la Alpina. Sobre el terreno, la señal de que hemos llegado es una baranda improvisada y medio caída, que es más un riesgo para los que confíen en ella que una defensa. Desde aquí la visión de la bahía de Alcúdia es total; especialmente impresionante es contemplar a vista de pájaro el tramo de litoral que va de la Colònia de Sant Pere al cabo de Ferrutx.

Abandonamos el mirador y recorremos el corto rellano que nos separa del inicio de los últimos cien metros de ascensión hasta el Puig de sa Creu, que vemos justo delante. Ahora el sendero se pierde y tenemos que ir siguiendo los hitos. Y cuando alcanzamos la cumbre el panorama es soberbio. Ante estas visiones dilatadas siento una especie de ensanchamiento del alma y la alegría eufórica de ser partícipe de un fenómeno extraordinario. A nuestros pies todo es diminuto y silencioso, la Colònia de Sant Pere, Es Canons, la urbanización de Betlem, Na Clara, Es Caló... y, a nuestro alrededor, la isla se muestra como un diorama, al que Tomeu empieza a poner nombres. Vemos más de media Mallorca, desde el cabo de Formentor al Galatzó; desde la Talaia Moreia a la de En Jaumell, y, en la lejanía, la silueta grisácea de Menorca; Tomeu no para de enumerar topónimos: las montañas de Calicant, el Puig de Sant Salvador, el de Randa... Y Natxo, boquiabierto, dice que es la vista más hermosa que ha contemplado nunca. Y tiene razón; en el norte de Mallorca, mar y tierra se conjugan en una harmonía inigualable. Son la 12 del mediodía y comemos algo empapándonos de paisaje.

De bajada, nos llegamos a la ermita de Betlem, que está abierta. Cerca de las casas de Betlem nos encontramos un iPhone en el suelo. Alguien se ha quedado incomunicado del mundo. Tras debatir qué hacer, decidimos colgar una nota con el número de teléfono de Tomeu en el botador que hay al inicio del camino; quizás el propietario la vea y lo reclame. 

Cuando ya estamos en el coche cambiándonos las camisetas sudadas, un muchacho rubio, de aspecto nórdico, llega corriendo por la carretera y nos aborda para preguntarnos en inglés si hemos encontrado un iPhone. Se lo damos y se deshace en agradecimientos. A continuación nos pide si lo podemos acompañar a alguna parte donde pueda comprar comida y le proponemos llevarlo a la Colònia de Sant Pere. Entonces, incomprensiblemente, sale corriendo carretera arriba. ¿Adónde va?, nos preguntamos. Al cabo de unos minutos lo vemos regresar con una mochila monumental —tan grande que no nos cabe en el maletero— y se instala en el asiento de atrás. Lo miro. Es un muchacho de apenas veinte años, delgado, de rostro franco y agradable. Y pienso si no será uno de esos individuos afortunados que en la vida todo les viene de cara. Al menos hoy ha tenido una suerte endiablada.