Por la Serra de Tramuntana

Muy pocas veces he sido temerario y he emprendido una acción sin valorar el riesgo. En algunas ocasiones he sentido miedo, pero lo he sabido llevar sin perder los papeles. Y mucho más a menudo he tenido la desagradable sensación de vivir empujado por acontecimientos que no podía controlar y me he angustiado hasta la desesperación. Pero siempre, más tarde o más temprano, he salido adelante. Hasta que llegó un momento que supe establecer mis límites y aceptar el devenir sin grandes trastornos.

Quizás por eso, por toda esta experiencia acumulada, el octubre pasado decidí colgar las botas para las grandes gestas excursionistas, caminatas de seis, siete, ocho horas o más si las cosas se complicaban, y pasar a la reserva. Olvidarme ya de retos y asumir que todo tiene un límite, y el mío, en este aspecto, ya había llegado. Porque, con la edad, puedes caer en la trampa de querer seguir demostrándote que eres capaz de alcanzar metas difíciles y acabas haciendo cosas que de joven no hacías. A mí me ha pasado. Nunca había caminado tanto ni asumido tanto riesgo en la montaña como a partir de los sesenta años.

En estas caminatas de tercera división que a partir de ahora me dedicaré a hacer, subir a la ermita de Esporles fue un buen comienzo. Desde el pueblo, el recorrido es de unos 8 km, tiene 400 metros de desnivel y, entre ir y volver, tardas de 2,30 h a 3 h. El camino circula entre márgenes de pared seca en un primer tramo y, luego, superada la posesión de Son Ferrà, se interna en un encinar sombrío en donde hay abundantes rastros de la antigua explotación carbonera. Pero la recompensa más importante, mayor incluso que llegar a la ermita, es situarte en el mirador del Cor de Jesús, desde donde se observa un panorama espléndido de todo el valle de Esporles, surcado por el Torrent de Sant Pere, con el caserío del pueblo y el punteado blanco de casas y posesiones. Siguiendo el valle con la mirada, llegas al Pla, con los campos, las poblaciones y los cerros que lo animan, destacándose de entre todos ellos el Massís de Randa; y más allá, entrevés las Serres de Llevant. Hacia el sur, ves el mar Mediterráneo entrando en la bahía de Palma a partir del Cap Blanc; y hacia el norte, la sucesión de cumbres rocosas de la Serra de Tramuntana. Se puede decir que tienes toda las isla ante ti, o, si no toda, un ochenta por ciento como mínimo.

Para ir al mirador nos hemos tenido que desviar unos doscientos metros del camino que lleva a la ermita hasta alcanzar un rellano con restos de cabañas y eras de carbonero. En el extremo rocoso del rellano está el monumento y el mirador. Es preciso estar atento para no pasar de largo.

Volviendo hacia atrás y retomando el camino, se llega a la ermita, un edificio de una austeridad decepcionante que data de 1888. En realidad se trata de un santuario mariano, fundado por los carmelitas de Santa Catalina gracias a una donación testamentaria de la propietaria de Son Ferrà. El primer domingo de mayo y por la Fiesta Mayor de Esporles, a finales de agosto, se celebran romerías que llenan la explanada de gente.

Desde la explanada de la ermita sale un camino que se interna en el bosque y sube hasta la Fita del Ram (833 m), elevación montañosa de la Serra de Tramuntana que separa los valles de Esporles y de Puigpunyent. Una media hora más de recorrido —una hora entre ir y volver— que, con Isabel, quedamos que haríamos por Año Nuevo, cuando volviésemos a visitar mirador y paraje con los amigos para compartir la experiencia. ¡Ojala haga un día tan claro como el que tuvimos!