Del Turó de la Magarola a Torre Baró
Para mirar de sustraerme por unas horas a la tensión y la inquietud que me acompañan desde hace algunos días, domingo fui a caminar. Como iba solo y no tenía ganas de conducir, tomé el metro —la línea verde— y bajé en la estación de Mundet. Rodeé el Velòdrom d’Horta y descendí hacia las casitas y los huertos del fondo del Torrent de Fondenills. Eran las 10,20 h y salvo un perro y una mujer mayor vaciando un cubo de agua sucia ante la cancela de su jardín, no vi a nadie más.
Tiro hacia arriba por el torrente. A la altura del campo de futbol, la pista se convierte en un sendero estrecho y se introduce en un encinar sucio. Es uno de aquellos espacios de transición entre una urbanización degradada y el bosque en el que, en los telefilms de serie negra, se encuentran cadáveres troceados metidos en una bolsa. Por suerte no encuentro ninguno y asciendo por la vertiente derecha del torrente hasta confluir con un sendero que viene por la izquierda, de traza más marcada. Sigo y llego a la Font de Can Gras, también conocida como Mina de la Marquesa. Un paraje que podría ser agradable, pero que manos chapuceras y el abandono han convertido en un decorado de película neorrealista, con una mesa y bancos de picnic entre pintadas, suciedad y escombros.
El sendero continúa por la izquierda y lo sigo. Y después de cruzar un par de veces el torrente llego a la Carretera de les Aigües. Un poste indicador me brinda diversas posibilidades; me lo miro, pero como ya llevo un itinerario en la cabeza, lo ignoro. Camino unos treinta metros a la izquierda y tomo el GR-92, que recorre toda la línea de cumbres. Siguiéndolo llego en cinco minutos al Turó de Valldaura (419 m), en donde hay una torre de vigilancia y una antena. También hay un niño con sus padres que se dedica a tirar piedras contra una señal informativa de latón. ¡Clong! El padre le dice que se detenga, pero el niño se hace el sordo. ¡Clong!. El padre le repite la advertencia con tan poca autoridad que el niño insiste en apedrear la señal. ¡Clong! Me dan ganas de intervenir y decirle que deje de hacer el asno. Pero como no creo que al padre le gustase, decido abandonar el lugar. ¡Clong! ¡Quién lo parió!
En cinco minutos más llego al Turó de la Magarola (429 m), en donde hay un vértice geodésco y dos observadores de aves con los prismáticos montados en un trípode y dirigidos hacia la depresión Prelitoral. Más allá del bosque de Collserola se ve la conurbación Terrassa-Sabadell y las montañas de Sant Llorenç del Munt, la Serra de l’Obac y Montserrat. El día es lo suficientemente claro como para entretenerse mirando el dilatado paisaje. Por el lado opuesto, la vista sobre Barcelona está enturbiada por el efecto del contraluz.
Retrocedo y continúo por la línea de cumbres hacia el Besós. Paso el Portell de Valldaura y por el GR-92 llego al Turó de Roquetes (304 m), desde donde se percibe una espléndida perspectiva de la ciudad tendida al pie de la Serra de Collserola hasta encontrarse el mar. De esta llanura litoral totalmente urbanizada, que se alarga entre las desembocaduras de los ríos Besós y Llobregat, sobresalen los abultamientos de Montjuïc, junto al mar, en la lejanía, y los más cercanos del Turó de la Rovira (282 m), el del Carmel (266 m) y el de la Creueta del Coll (246 m); el Turó de la Peira (138 m) apenas sobresale de entre los bloques de pisos.
El Turó de Roquetes es el último —o el primero, según como se mire— del rosario de cerros y cumbres de la Serra de Collserola; sus contrafuertes delimitan por la derecha el estrecho por donde el río Besós atraviesa la Serralada Litoral antes de verter sus aguas al mar. Por esta brecha natural circulan las principales vías de comunicación de la ciudad hacia el corredor prelitoral, el eje vertebrador de las tierras del norte y del sur de Catalunya.
En uno de los rellanos del Turó de Roquetes está la Torre del Baró, o castillo de Torre Baró, que da nombre al barrio de autoconstrucción que apareció en las décadas de los cincuenta y sesenta para acoger a los inmigrantes que venían de toda España. Se trata de un edificio inacabado de estilo neomedieval, levantado el año 1905, que tenía que ser el hotel de un proyecto de ciudad jardín que se acabó abandonando. El nombre le viene porque está emplazado donde hubo una antigua torre del barón de Pinós. Hay dos versiones más sobre su origen que ya os contará la guía si lo visitáis.
Antes de bajar hacia el barrio de Trinitat Nova a buscar el metro, me detengo en el restaurante El cordero. Son casi las dos y la gente hace cola para que le den una mesa en la terraza. Los camareros van escopeteados colocando clientes, apuntando encargos, cobrando a los que han ido a tomar el vermú y sirviendo a los que ya comen. Como no les quiero dar más trabajo, entro en el interior y pido una cerveza, que me tomo fuera, en un rincón tranquilo, con una bonita panorámica urbana delante. Devuelvo la jarra en la barra y cojo una tarjeta. Un día laborable puede ser un buen lugar para llevar a Isabel y hacer puntos. Siempre me acusa de ser un ignorante de los rincones atractivos de la ciudad.