1. Del Baixador de Vallvidrera a Molins de Rei. (Distancia: 8 km / Duración: 2 h)
Cuando no tengo compañero de caminata, me da pereza coger el coche y quiero regresar a comer a casa, Collserola es mi destino predilecto. Tomo los Ferrocarrils de la Generalitat en Provença y me apeo en el Baixador de Vallvidrera, un punto del que parten numerosos recorridos por las sierras que separan el llano de Barcelona del Vallès, entre los valles del Besòs y el Llobregat.
Hoy son las 9,45 h cuando abandono la estación, cruzo la carretera y tomó el Camí del Pantà. Paso por delante del bar-restaurante A l’aire. Es pronto y está medio vacío; aún no han llegado los grupos de ciclistas que, tras la sudada, reponen las calorías quemadas con un copioso almuerzo. Me cuesta imaginar que debajo mismo de donde piso hay unos túneles por los que los vehículos circulan a 80 km/h. (Eso los que respetan el límite de velocidad).
Giro a la derecha y enfilo hacia el pantano. En un margen con vegetación, junto a las casas, veo un jabalí joven que husmea. Imagino que debe de haber bajado de la montaña y le grito para asustarlo y regrese al abrigo del bosque. Pero, ante mi asombro, no se asusta, sino que levanta la cabeza y se me queda mirando. Entonces oigo que alguien lo llama, y el jabalí, dócil como un perro, baja del margen, pasa por mi lado y se dirige hacia el hombre que lo ha llamado. Quedo maravillado. “¿Es suyo?”, le pregunto. Y el hombre me cuenta que lo encontró de pequeño y lo adoptó. Pero ahora empieza a darle mucha guerra. “No para quieto ni un momento y lo ensucia todo. Y cuando crezca aún será peor. Estoy pensando en llevarlo a Lleida, a un amigo que vive en el campo”, me dice. Pienso que el animal no hace nada más que comportarse como lo que es, un cerdo, y que el hombre no lleva razón en quejarse. Haberlo pensado antes. En Collserola abundan los jabalíes y según por donde vayas los caminos están hurgados. Pero nunca me he topado con ninguno; este tan manso es el primero que veo.
Paso por delante de la boca de la mina Grott y me detengo. No se ve nada más allá de dos o tres metros. Por este túnel, hecho inicialmente para llevar el agua del pantano a Sarrià, entre 1908 y 1909 circuló como atracción un trenecito que costaba 35 céntimos el trayecto. Entonces el túnel estaba iluminado con bombillas de colores y dos reflectores. Fue el primer tren eléctrico de España y el embrión de la línea de ferrocarril que, años más tarde, conectaría Barcelona con el Vallès y que acabo de utilizar.
Los plátanos que flanquean el camino constituyen una espléndida avenida que, en suave pendiente y un tramo final de escalinata, te lleva al pantano. A la derecha nos queda la casa del guarda, un edificio neogótico que alberga una exposición relacionada con el embalse. La presa, de mampostería, describe un arco suave de 50 m de largo y mide 15 m de altura. La obra data de 1860 y la proyectó el arquitecto Elies Rogent con el propósito de retener las aguas de la riera de Vallvidrera. Al leer la información constato que se trata del mismo arquitecto de la Universidad de Barcelona, donde estudié hará cosa de unos 45 años. La cifra me estremece. Más vale no pensar en los años. Mientras pueda caminar, todo va bien; el día que no pueda, ya pensaremos en ellos.
En la cola del pantano tomo el GR-96 y empiezo a subir por un sendero estrecho, que me lleva a una pista, que me lleva a otro sendero, que me lleva a otra pista y así hasta encontrar el GR-92 a la altura del cerro de Can Castellví, que ya no abandonaré hasta Molins de Rei. No hay que preocuparse por esta sucesión de tramos de pista, sendero y carretera porque el GR está bien señalizado con las habituales franjas rojas y blancas, y por poco atentos que estéis, no os perderéis.
A lo largo del recorrido paso por los cerros de Can Pascual, el collado de Can Mallol, el cerro d’en Serra y la ermita de la Santa Creu d’Olorda. En la ermita me detengo, echo un trago de agua y hago varias fotografías. El bar está lleno de ciclistas que almuerzan. Hay niños jugando en la explanada desolada y polvorienta de delante la ermita. Me llego hasta la Pedrera dels Ocells y contemplo el agujero excavado en las pizarras carbonosas. De estas pizarras se extraía betún que servía para dar color al cemento portland. Primero, se explotaron en galerías –ahora tapiadas– y más tarde, a cielo abierto.
Sigo y paso por Can Portell, una masía de principios de siglo reformada y convertida en un restaurante de gran capacidad, preparado para banquetes. Más adelante encuentro Can Ribes, otra masía redirigida a la restauración. Ésta muestra unos espacios más rústicos y modestos, que prometen mayor intimidad. Me gusta y les pido una tarjeta. Pienso que puedo venir con Isabel. En momentos así me doy cuenta de la importancia de tener a alguien con quien ir a los sitios que nos gustan. Hay actividades que puedes hacer solo, como ir a caminar, o al cine, o a una exposición o museo; pero hay otras que precisas de la compañía de alguien para disfrutarlas plenamente, como ir a comer o a cenar a Can Ribes, por ejemplo. Y cuando digo alguien me refiero a una pareja, una de esas sociedades humanas mínimas que tendemos a establecer y que, mientras duran, nos proporcionan equilibrio emocional.
Desde que hemos alcanzado el cerro de Can Castellví, el camino ha discurrido llano y ahora, a partir de Can Ribes, empezamos a bajar. También és un buen momento para admirar el valle del río Llobregat, con Sant Vicenç dels Horts, Pallejà, el Papiol y, más al fondo, Castellbisbal. Molins de Rei queda escondida.
Tras pasar junto a Can Vilagut, otra de las masías históricas del término, el camino me conduce a las ruinas de Castellciuró, antiguo castillo visigodo, destruido por los sarracenos y posteriormente reconstruido y ocupado por hospitalarios y templarios. Ahora a su sombra hay un área de recreo, en donde una abuela juega a la gallinita ciega con sus tres nietos. Hacía muchos años que no veía jugar a la gallinita ciega. Y recuerdo que, de pequeño, cuando veraneaba en Valldoreix, jugaba a ello y me encantaba. De eso aún hace más años que de lo de antes. No quiero calcularlos.
A fin de no ir por la carretera asfaltada, que es por donde va el GR-92, y siguiendo la indicación de un poste señalizador, tomo por una pista que me lleva a la entrada de una casa. Me tropiezo con el dueño, que sale, y le pregunto si la pista sigue. Me dice que no, que el camino termina allí. “Está mal señalizado”, me aclara, y emprende la subida con su camioneta que anuncia una pastelería. Vuelvo atrás y sigo el GR hasta Molins de Rei, por donde paseo un rato y, acto seguido, me dirijo a la estación de tren.
Con tantas paradas, se ha hecho la una. Pero creo que el itinerario, que en total viene a ser de unos 8 km, se puede hacer perfectamente en dos horas.