De Barcelona a Sant Cugat del Vallès (Distancia: 14 km / Desnivel acumulado: 420 m / Duración: 4:30 h)
Sábado. Me levanto, asomo la cabeza por la ventana y veo un cielo azul y el sol que comienza a iluminar la fachada de la casa de enfrente. Pienso que vale la pena aprovechar un día así y mentalmente improviso un recorrido por la Serra de Collserola. Tomo un te y unas tostadas y preparo la mochila.
Salgo de casa a las 9 h y voy a la estación de Provenza de los FCG. Es temprano y hay poca gente en el andén. Llega el tren, subo en él y bajo en el Peu del Funicular. Y a las 9,40 h empiezo a caminar.
El primer tramo del recorrido lo hago siguiendo el GR-96, que se coge justo al salir de la estación, junto al edificio antiguo del Col·legi Montserrat, y sube hacia Vallvidrera por una calle de escaleras que la Guia de Barcelona veo que llama Drecera de Vallidrera. Hay un montón de escalones y estoy tentado a contarlos para distraerme; pero lo dejo correr. Y recuerdo que, de pequeño, cuando subía la escalera de la finca en que vivíamos, contaba los escalones. 114 había hasta el quinto piso, que era el nuestro, y un corto tramo de cuatro más que llevaba a la puerta del terrado, a donde salía a jugar en verano.
Cuando estoy a punto de llegar a Vallvidrera, levanto la cabeza y veo muy cerca la Torre de Collserola con su larga aguja apuntando al cielo. Talmente es como una gran jeringa que capta las ondas electromagnéticas y las inyecta de nuevo al espacio. Solo he subido una vez a la torre y recuerdo que las vistas sobre el Tibidabo y Barcelona son magníficas. Debería volver a subir.
En Vallvidrera, cruzo la plaza y tomo por la calle del Alcalde Miralles hasta dar con el indicador del Camí de les Nespreres, que me conduce a la hondonada de la riera de Vallvidrera, en donde hay la zona recreativa y la pequeña iglesia de Santa Maria de Vallvidrera, del gótico tardío, según dice un folleto del Parc de Collserola. Encaramado en la vertiente de la montaña, veo el caserón de Vil·la Joana, en donde Jacint Verdaguer pasó sus últimos días y que ahora se ha convertido en museo.
Voy a la estación de tren y tomo un camino ancho y llano que sale de junto a la entrada, y lo sigo hasta el indicador del Turó del Penitent. Cojo el sendero indicado, que, tras describir una gran curva, sube en dirección noroeste hacia el Coll del Penitent, al cual llego por la pista a la que me ha llevado el sendero. Ahora estoy en una zona urbanizada, con calles asfaltadas y numerosos chalés y casas de veraneo. Tomo la calle del Lligabosc hacia arriba, doblo por la avenida del Doctor Fleming y, por la calle de la Perera, me planto al Coll del Gravat. En el collado, tomo la pista de la derecha y, siguiendo los indicadores de la carretera de la Rabassada / Can Ribes, paso por por detrás del Turó del Puig y me sitúo en la carretera, que cruzo. Camino por la cuneta poco más de 200 m, ignoro la pista asfaltada de desciende a la Vall de Sant Medir y tomo el camino que pasa por delante de Can Ribes, cuyo acceso está cerrado con una cadena para impedir el paso de coches.
A partir de aquí la caminata transcurre por caminos y senderos que circulan por la Serra de la Rabassada, en medio de una rica vegetación de pinos, encinas, brezos, madroños, estepas y romeros. Desde el viaducto de Can Ribes, los días claros como hoy, se puede ver una espléndida vista del Vallès Occidental con Montserrat, la Serra de l’Obac y Sant Llorenç del Munt al fondo.
Algo más adelante ya encuentro el primer indicador con Sant Cugat como destino. Sigo, y a unos 800 metros, a la derecha, encuentro un sendero que desciende. Es la primera oportunidad de bajar a la Vall de Sant Medir, visitar la ermita y proseguir por una cómoda pista hasta Sant Cugat. 600 metros más adelante tenemos una segunda oportunidad de ir a Sant Medir. La insistencia en conducirme hasta allí me hace dudar.
Cada 3 de marzo, día de Sant Medir, se celebra una romería a la ermita que reúne gente de Sant Cugat y de Gràcia, antaño un pueblo del Pla de Barcelona y ahora un barrio de la ciudad. Recuerdo que de niño, mi madre, que es hija de Gràcia, me llevaba a ver el desfile de los romeros, que, a pie y montados a caballo, repartían caramelos durante el recorrido por el barrio. Según Joan Amades, la romería a la ermita de Sant Medir se viene realizando desde 1830, cuando Josep Vidal, un panadero de Sant Cugat establecido en Gràcia y que había prometido al santo que si le curaba los dolores, cada año, por Sant Medir, le haría una ofrenda, hizo la primera con familiares y amigos.
Pero no cedo a la tentación y sigo recto por el camino elevado. Y así, haciendo caso omiso de las indicaciones de desvíos a la derecha y a la izquierda, confluyo con la pista que resigue la riera de Sant Medir a la altura del pequeño templo circular de Sant Adjutori. A partir de aquí tengo bastante compañía: caminantes, ciclistas, jinetes, paseantes de perros, perritos y críos…; un variado espectro humano que en Can Borrell se amplía con los que van a la vieja masía, hoy convertida en restaurante, a comer bien y barato.
Para apartarme de la pista y de la gente, intento tomar el PR C-38, que también me llevará a destino por un solitario sendero de montaña. Pero una batida de jabalís tiene todos los caminos que parten del lado izquierdo cortados. Y me resigno a seguir por la pista hasta Sant Cugat.
Poco antes de alcanzar el núcleo urbano, a la altura del popular Pi d’en Xandri, el día claro me depara una magnífica visión del macizo de Montserrat como telón de fondo de Sant Cugat y su monasterio. Me entretengo un buen rato buscando el mejor encuadre de esta espléndida imagen.
Camino de la estación, paso por el viejo monasterio gótico, a cuya sombra surgió esta población vallesana, payesa de origen y ahora convertida en una especia de ciudad satélite de Barcelona. Llego a la estación a las 14,10 h. Cansado, tomo asiento en un banco, echo un sorbo de agua y espero el tren.