Pedigrí, de George Simenon

En Pedigrí todo es verdad, pero nada es exacto.” George Simenon

He sido un lector fiel de Simenon, empecé de muchacho con los casos del inspector Maigret en traducciones castellanas de los años cincuenta que me pasó mi padre, y después continué con novelas que no eran propiamente “negras”, pero que siempre contaban con elementos inquietantes, a menudo relacionados con la personalidad extraña del protagonista, como El hombre que miraba pasar los trenes (1938). Y es que Simenon es un hábil buceador en el alma humana, un observador agudo e inteligente, capaz de dibujar con precisión y credibilidad aquello de perturbador que guardamos dentro y que únicamente en contadas ocasiones aflora y nos convierte en seres únicos y diferenciables en medio de la gran masa anónima que nos rodea. Pero en Simenon este afloramiento siempre tiene un precio; y del afloramiento y del precio hace una novela

Pedigrí (1948) es diferente; el propio Simenon nos confiesa en el prefacio que en un principio solo era un relato escrito para su hijo de dos años, para dejarle constancia del pasado familiar y de la figura de un padre a quien un médico acababa de anunciar un final inminente. Por tanto, Pedigrí empieza como un retrato familiar y únicamente la intervención accidental de André Gide lo convierte en novela. Y se lo tenemos que agradecer, porque sin duda estamos ante la novela más personal y moderna conceptualmente de Simenon.

Mirando la extensa obra de Simenon ―más de cien novelas del inspector Maigret, un centenar más sin el personaje, más de una veintena de títulos de memorias y tres mil artículos y reportajes― no podemos hacer otra cosa que rendirnos a la evidencia de su enorme capacidad creativa y de trabajo. Pero lo más admirable es que junto a estas capacidades, Simenon añade la calidad, aspecto que a menudo no acompaña a los escritores que producen tanto. Y es que Simenon con nada te escribe una buena novela. Posee el arte de la escritura; enlaza palabras y frases con una fluidez tan natural y cadenciosa como el paso del tiempo que el lector invierte en la lectura. Tic-tac. No te das cuenta y un personaje, una situación una vida desfilan ante ti con la sencillez y profundidad de lo que es real e imaginario a la vez. Todo queda descrito con precisión meticulosa y ágil, sin tropiezos, a ritmo de metrónomo.

En Pedigrí son las vidas aburridas de Élise Peters y Désiré Mamelin y todos los personajes que los rodean lo que se expone al lector con una parsimonia tan estudiada que parece que participes de la monotonía familiar que, poco a poco, va descubriendo la mirada curiosa e ingenua del pequeño Roger. Y esta exposición el autor la hace sin contemplaciones, sin ninguna piedad por unos personajes que adivinamos cercanos a él y que dibuja a partir de sus limitaciones y mezquindades, en un mundo plano, carente de matices, que los asfixia sin que se den cuenta. Solo el pequeño Roger percibe que aquella vida no conduce a ninguna parte, que aquella placidez estúpida es un despilfarro lamentable, y se esfuerza en comprender las pautas de un comportamiento que le resulta incomprensible. Pero no lo consigue, hay algo dentro de él que se rebela contra aquella forma de vivir y, cuando entra en la adolescencia ―que precisamente coincide con el estallido de la Primera Guerra Mundial―, explota. Y la pobre Élise vive dos guerras: la de los alemanes y la de su hijo. La novela acaba con el armisticio, un armisticio que Élise también vive por partida doble, porque durante el tiempo que dura la confrontación bélica real, tras desafíos y dudas, Roger se consolida como persona y acepta las pautas de la convivencia familiar, consciente de que pronto las dejará atrás para seguir su camino.

Pedigrí está estructurada en tres partes. Quizás cueste entrar en la primera, pero cuando lo haces te das cuenta de la belleza de las páginas que tienes entre las manos. En esta primera parte el autor presenta a Élise, la principal protagonista de la novela hasta que Roger, su hijo, le arrebata este papel en la tercera. La segunda parte es una especie de tránsito entre la primera y la segunda. Élise sigue capitalizando el relato, pero Roger ya es un chico que va a la escuela y empieza a interrogarse sobre la familia y sus relaciones. En la tercera parte asistimos al relevo del protagonismo y ahora es Roger, sus descubrimientos y su difícil tránsito hacia la edad adulta lo que centra la atención del autor.

Resumiendo: una novela inteligente y humana, sin duda, lo mejor que he leído de Simenon.