Os Ancares

A finales de mayo Natxo, Fèlix y yo estuvimos varios días caminado por la sierra de Ancares —Os Ancares, según la forma gallega que se ha extendido desde la calificación de parque natural y su promoción turística. Esta vez, la reciente condición de jubilado de Natxo y la de semijubilado de Fèlix nos permitió alargar la salida tradicional de la segunda Pascua y desplazarnos hasta el otro extremo de la península Ibérica.

Os Ancares son un conjunto de valles y montañas relativamente elevadas —sus cumbres más altas rayan los 2.000 m—, orientadas NE-SO, que constituyen el extremo occidental de la cordillera Cantábrica y señalan el límite territorial entre Galicia, León y Asturias. Son montañas viejas, de formas redondeadas a causa del desgaste erosivo, con una gran diversidad de espacies vegetales al encontrarse en el límite de las regiones biogeográficas mediterránea y atlántica. Únicamente en las cumbres más elevadas, aquellas que entusiasman a mis amigos, podemos encontrar relieves más agudos y escarpados, resultado del glaciarismo cuaternario. 

Fueron seis días de transitar por valles y montañas, a pie y en coche, según el tiempo, que nos han permitido hacernos una idea bastante completa de un territorio remoto, tradicionalmente poco poblado y que ahora padece una importante regresión demográfica asociada a la crisis minera del carbón.

El programa de Natxo contemplaba hacer seis cumbres, a cumbre diaria, pero la lluvia las limitó a tres; no obstante, fueron las tres más importantes: el pico de Miravalles (1.969 m), el Cuiña (1.992 m) y el Mustallar (1.934 m). El resto de días hicimos turismo activo; es decir, nos movíamos en coche y caminábamos cuando el tiempo nos lo permitía. Nuestros paseos nos llevaron a recorrer los tres valles principales que configuran los Ancares leoneses: el de Fornela, abierto por el río Cúa, el del río Ancares, topónimo que ha pasado a denominar toda la comarca, y el del río Búrbia, que se abre al alcanzar la cubeta de El Bierzo, a la altura de su capital, Villafranca del Bierzo.

Una de las impresiones más vívidas que me ha dejado el viaje han sido los inmensos brezales floridos que cubrían las montañas como un mar vegetal de un rosa malva intenso por donde caminábamos hundidos hasta la cintura. De vez en cuando, el amarillo brillante de retamas y piornos rompía la monotonía de color y alegraba un monte bajo que se extendía kilómetros y kilómetros por cumbres, brañas y laderas. En consecuencia, las abejas ancaresas producen una miel de brezo buenísima, oscura y espesa, rica en minerales y con propiedades medicinales cardíacas, estomacales y diuréticas. De modo que, cuando a la vuelta mis amigos se detuvieron para comprar queso, cecina y choirizo, yo opté por un tarro de miel, mucho más saludable.

Otra cosa que recuerdo especialmente fue la visita a la Casa do Sesto, una palloza del pueblo de Piornedo (Lugo) convertida en museo, donde, en una atmosfera penumbrosa, se disponen un sinnúmero de útiles de trabajo y objetos de uso doméstico que te trasladan al neolítico reciente. Allá, iluminados a penas por varias bombillas, su propietaria nos contó el tipo de vida que se llevaba en estos pueblos de montaña hasta los años setenta del siglo pasado. Ella misma, que debía de estar por la cincuentena, había vivido en la palloza hasta los quince años junto con sus padres, abuelos, tíos solteros y hermanos. La Casa do Sesto, como el resto de pallozas que vimos, era una construcción ovalada, de unos 200 m², de piedra, sin oberturas a penas salvo la puerta de entrada, con el suelo enlosado y una cubierta cónica de paja de centeno; en el interior, divisiones de piedra y de madera, separaban la zona en la que vivían las personas y la que ocupaban los animales: vacas, bueyes, ovejas, cerdos y gallinas. La altura de la cubierta permitía establecer un segundo nivel a lado y lado de la zona central, que ocupa la cocina, dedicado, una parte, a despensa y dormitorio común, y otra, a almacén y pajar. La vida se organizaba en la planta baja, alrededor del fuego que servía para cocinar y calentarse, cuyo humo ascendía libremente y salía al exterior a través de la cubierta de paja tras curar quesos y embutidos y ahuyentar parásitos. La alimentación básica era la leche y sus derivados, las castañas y el pan de centeno, que se amasaba cada tres o cuatro semanas y se cocía en el horno, también en el interior de la palloza; ocasionalmente de consumía carne de cerdo o de cordero. En la planta baja es donde se encuentra también el único dormitorio privado, que ocupaba la pareja joven de la familia.

Cuando las primeras nevadas aislaban el pueblo y cubrían las calles con gruesos de nieve, en el interior de la palloza la temperatura se mantenía constante, y la convivencia de personas y animales transcurría monótona y paciente, a la espera de la llegada de la primavera. Junto a la palloza solía haber un hórreo, que no es otra cosa que un granero sobre pilares en donde se guardaba el grano y otros alimentos aislados de la humedad y lejos de ratas y ratones. 

La palloza es un tipo de vivienda adaptado a las necesidades y a los rigores de la vida montañesa, que enlaza directamente con los castros celtas y formas de vida prerromanas, que aquí se mantuvieron vivas hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. Por cierto, en Chano, en el valle de Fornela, al regresar de coronar el Miravalles, tuvimos ocasión de visitar los restos de uno de estos castros prerromanos, habitado entre los siglos I aC y I dC, y que son los antecedentes de los pueblos de Os Ancares.