Noticia de Son Bauló

Un baño entre tumbas

En verano, cuando sopla sur o sudeste, en Son Bauló el aire llega recalentado después de atravesar toda la isla y no sabes dónde esconderte para huir del calor. Como contrapartida, estos días, en la bahía de Alcúdia la mar es como una balsa de aceite. De modo que ayer, que corría un sudeste suave, pero caliente que parecía que viniese de las calderas del infierno, a media tarde, cogimos las toallas y las gafas de nadar y no fuimos a la mar.

A medio camino de Can Picafort a la isla de los Porros ―el destino preferido de Isabel y sus amigas para caminar y nadar― está la necrópolis talayótica de Son Real, que es una verdadera joya arqueológica. A mí me tiene fascinado. Cada vez que paso por delante no puedo dejar de detenerme y echar un vistazo a la tumbas. Y si llevo la cámara fotográfica, las fotografío de nuevo, aunque ya las haya fotografiado decenas de veces. No me puedo resistir a su encanto.

El paraje es una punta plana y rocosa, que se adentra ligeramente en el mar y que la toponimia popular ha bautizado como la punta des Fenicis ―la punta de los Fenicios. Un nombre que encuentro que tiene también un gran poder de evocación. La necrópolis reúne un centenar de tumbas, en las que se han encontrado restos humanos de unas cuatrocientas personas del estamento dominante de la sociedad, que eren quienes ocupaban estos cementerios monumentales. Las tumbas están construidas con grandes bloques de marés, tallado y ajustado a fin de conseguir cámaras circulares, cuadradas y en forma de naveta, que recuerdan, en pequeño, las construcciones más importantes de la cultura talayótica balear, que se inició a finales del segundo milenio a.C. se prolongó a lo largo del primero. En la necrópolis de Son Real las primeras tumbas datan de los siglos VIII y VII a.C., y las últimas, de los siglos IV al II a.C.

En la isla de los Porros hay otra necrópolis de la misma época, pero los temporales han acabado destruyéndola casi totalmente. Una pena.

En el lado de poniente de la punta des Fenicis se ha formado una playita diminuta, pero suficiente para Isabel y para mí. Y allí vamos a bañarnos. Hay un cuarto de hora de camino a pie, pero vale la pena. Casi nunca está ocupada; es demasiado pequeña y la entrada al agua, algo dificultosa. Además, la proximidad de las tumbas seguramente disuade a los más supersticiosos. Al fin y al cabo, aunque abandonado, aquello no de ja de ser un cementerio, y hasta hace poco, de vez en cuando, los temporales aún ponían al descubierto algún difunto. Nosotros hemos encontrado más de una muela rebuscando entre la grava menuda de la playa.

Pero a mí, precisamente esta proximidad funeraria me gusta, dota al lugar de una magia especial, sobre todo al atardecer, cuando las sombras se alargan y el sol dora con su luz las construcciones milenarias, que destacan sobre el azul del mar, con las montañas de Artà, al fondo, y las penínsulas del Cap des Pinar y de Formentor, en frente.

Y entonces pienso que la necrópolis de Son Real es un lugar excelente para el descanso eterno y que me gustaría mucho más ocupar una de aquellas cámaras funerarias que el nicho familiar que tengo reservado en Montjuïc.