Noticia de Son Bauló

Desde que a primeros de julio llegué a Son Bauló la vida ha sido tranquila. Cada día, al levantarme, cielos azules, inmaculados, han anunciado una nueva jornada de sol y de calor. ¡Está haciendo un calor de muerte este mes de julio! Por eso mi primera labor fue asegurar el agua al huerto, a los frutales y al jardín. Repasé todas las líneas de goteo e instalé las mangueras para hacerla llegar allí donde no llegaba el tubo de plástico. Enseguida las plantas me lo agradecieron y empezaron a recuperar el color y el aspecto ufano de otros años. Y es que este año, entre el viaje a Italia y el congreso de Isabel en Gijón, instalarnos en Son Bauló se retrasó tres semanas.

Segar las malas hierbas y el rastrojo con la desbrozadora es la segunda tarea que me toca hacer y que me ocupa algunas horas al día, durante algunos días. Este año, la sequía de mayo y junio me la han reducido y he podido dedicar más tiempo al jardín y a otras labores de mantenimiento de la finca, como eliminar los chupones a los almendros, podar las ramas demasiado largas de los algarrobos, rehacer los círculos de tierra alrededor del tronco de los frutales, abonarlos, rociar con insecticida las hojas tiernas de naranjos y limoneros para evitar el minador…; en fin, que he estado bastante entretenido.

No obstante, he de confesar que trabajar en el campo, al aire libre, me gusta; ensuciarme de tierra y sudar para, después, refrescarme en la piscina, me produce una sensación de plenitud extraordinaria. Y a medida que los años pasan y veo que aún tango vigor suficiente para seguir haciéndolo, la satisfacción aumenta. El único inconveniente es que la mayor parte de estas labores las has de hacer agachado o doblado mirando al suelo y, al cabo de varios días de triscar de aquí para allá con la azada, el rastrillo y la carretilla, la espalda y los riñones se quejan y me recuerdan que, a pesar de que no me lo parezca, el tiempo pasa.

Aunque estamos solo a 2,5 km de Can Picafort, no suelo ir a la playa. Quizás en todo el verano me baño diez o doce veces en el mar. Cuando me instalo en la finca, me cuesta salir de ella. Me paso días enteros transitando del sol a la sombre de los porches, del cegador amarillo del rastrojo al refrescante azul de la piscina, del exterior brillante y ensordecedor –a ciertas horas del mediodía el chirrido de las cigarras lo llega a ser– al interior fresco y penumbroso de la casa –las corrientes de aire y las persianas mallorquinas hacen el milagro. Pero cuando sopla viento del sur, de “terra” lo llaman aquí, y la brisa marina no nos llega, el milagro no es posible y entonces no hay más remedio que remojarse.

En eso de remojarse, Isabel prefiere el mar a la piscina. Ella tiene una costumbre adquirida, compartida con sus amigas de Can Picafort, que consiste en ir a bañarse a las rocas. Salvo que sople norte y haya olas, van allí cada día. La costumbre le viene de cuando era niña y veraneaba en Can Picafort. Sus padres alquilaban una casita en primera línea de mar y, a media mañana, la madre los mandaba a ella y a sus hermanos, a bañarse a las rocas de delante de la casa. Lo mismo hacían las madres de sus amigas. Y los chiquillos se bañaban y jugaban juntos. Se fueron haciendo mayores, las familias seguían veraneando en Can Picafort y ellas siguieron compartiendo el baño en las rocas; los juegos fueron substituidos por amigos y pretendientes, excursiones en bicicleta y tertulias al atardecer en el Rojo Vivo, la primera instalación de ocio moderna de Can Picafort –bar, minigolf y discoteca.

Este mes de julio, alguna tarde insoportable de calor, he acompañado a Isabel a su baño en las rocas. Las rocas –sus rocas– están enfrente del paseo Marina, en un punto en donde la construcción de un par de varaderos permite un fácil acceso al agua. Es un lugar bastante concurrido por los vecinos; a cualquier hora encontrarás a alguien. Además, tiene la singularidad de que hay varios manantiales submarinos de agua dulce que proporcionan frescor adicional al agua de mar. La verdad es que siempre que voy, el baño me reconforta, a pesar de que suele ser mucho más breve que el de Isabel, que es capaz de pasarse una hora flotando, charlando con sus amigas.

En estos días tan calurosos, las horas más agradables son las de la noche, cuando después de cenar nos ponemos a leer o a jugar a las cartas en la terraza envueltos por el aire fresco que nos llega del mar, el canto de los grillos y la discreta fragancia de las adelfas. Es entonces, en medio de un súbito silencio interrumpido por el lejano ladrido de un perro, cuando creo percibir algo aproximado a la felicidad.