Se conocen de muchachos —ambos estudiaron en los jesuitas de Casp—, y muy pronto empezaron a andar juntos por las montañas. A menudo, mientras caminamos o ante la cerveza que marca el final de la jornada, los escucho evocar excursiones históricas, de aquellas que hicieron… “¿Cuánto hace de esto, Fèlix?”, pregunta Natxo con su sonrisa fácil y un tanto burlona. “Pues ya debe de hacer más de cuarenta años”, contesta Fèlix en un tono melancólico al recordar todo lo quen han dejado atrás. Y es que ya tienen una edad. Los tres tenemos una edad, y yo en cabeza. Me llevan una ventaja de ocho años, en juventud me refiero, si es que a partir de los sesenta se puede hablar de juventud.
“Siempre se puede hablar de juventud”, me digo a mí mismo mientras escribo. La juventud se lleva adentro, y es esta juventud íntima y profunda, enraizada en la curiosidad y el descubrimiento, lo que les empuja a la montaña, y a mí tras ellos. Porque siempre los tengo por delante, sobre todo cuando ya llevamos unas cuantas horas de camino y 600 o 700 metros de ascensión, que por menos ya no se ponen. Por eso en muchas de las fotografías los cojo de espaldas, a menudo en la distancia, porque tiran como locomotoras bien engrasadas, motores diésel incansables, de aquellos que llevan en las válvulas miles y miles de kilómetros, que es lo que ellos deben de llevar en sus botas —no siempre las mismas, claro, porque las han de ir renovando a menudo.
Ésta es otra cosa que he aprendido de ellos: el culto a las botas. Son necesarias unas buenas botas para caminar, impermeables, resistentes y flexibles. Y ellos, que han arrastrado aquellas clásicas botas de cuero que pesaban una tonelada y que tenías que untarlas con grasa de caballo para que no se acartonasen y te hiciesen ampollas cada vez que te las ponías, ahora disfrutan como niños con las suelas vibram y el tejido Gore Tex, que las hace ligeras, calientes e impenetrables a la nieve y a los chaparrones.
Primero conocí a Natxo. Ambos impartíamos clases de Geografía de Catalunya en los cursos de reciclaje que montó la Generalitat para mirar de remediar el déficit de conocimientos de los enseñantes en cultura catalana tras cuarenta años de franquismo. Él y yo organizamos salidas para llevar a nuestros alumnos a lugares y miradores que nos permitiesen explicar sobre el terreno los rasgos más significativos de nuestro territorio. Y para prepararlas, el fin de semana anterior hacíamos la salida juntos. A partir de aquí intimamos y empezamos a reunirnos para cenar y caminar con nuestras respectivas parejas y amigos. Y aquí es cuando entra en escena Fèlix. Creo que fue en una salida al Cadí. Y he de decir que, salvo el pelo gris, lo recuerdo tal como ahora: delgado, fibroso y bonachón, dispuesto a aceptar con resignada complacencia las bromas de su amigo del alma.
Sucesos importantes acaecieron en nuestras vidas —bodas, separaciones, nacimientos, adopciones…— que supusieron periodos de alejamiento más o menos largos, durante los que nos vimos poco. Pero hará cosa de unos años, no los sabría precisar, diez, doce…, cuando las obligaciones familiares remitieron porque los hijos ya se habían hecho mayores, volvimos a salir a caminar los tres de vez en cuando; en realidad, yo me incorporé a sus salidas, porque Natxo y Fèlix, aunque con menos frecuencia que antes, nunca habían dejado de hacer montañismo.
Desde entonces, con ellos he ampliado y consolidado el conocimiento del territorio catalán y peninsular pisando nuevos parajes y haciendo recorridos que, solo, no habría hecho nunca; con su guía, he adquirido confianza en moverme por los montes y, sobre todo, he podido fotografiar paisajes y caminos con la tranquilidad que significa llevarlos delante, abriendo ruta. También es verdad que a veces me la juegan y me conducen a situaciones en las que maldigo entre dientes la mala ocurrencia de acompañarlos. Pero una vez superado el obstáculo, olvido el mal trago y repito. Porque a su lado encuentro el calor de la amistad y el placer de compartir la emoción del descubrimiento. Y esto perdona un sobresalto de vez en cuando.