Momentos

Hoy, día de la Mercè, patrona de Barcelona, presa de una languidez melancólica, seguramente efecto del antibiótico que he estado tomando, he salido a dar una vuelta a fin de espabilarme. Hacía una tarde calurosa y, con un libro bajo el brazo, me he puesto a caminar sin rumbo determinado. Los pasos me han llevado a la Rambla y, de pronto, me he encontrado entre una multitud con la misma sensación de vacío y extrañamiento de hace cincuenta años, cuando tenia veinte y buscaba en los paseos solitarios calmar el desasosiego que me consumía ante el desafío de vivir. ¿Qué haría con el futuro? ¿Cómo me enfrentaría a los problemas que me atormentaban: la independencia, el sexo, la timidez…? ¿Sería capaz de alcanzar objetivos dignos y ambiciosos o me vería abocado a renunciar ante mi debilidad? ¿Saldría adelante en la vida con mi propia lucha o sería un desgraciado como pronosticó mi padre cuando me aparté del camino que me había trazado? Eran momentos de dudas y confusión, de miedos inconcretos que acabaron en una depresión.

Hoy ya no sentía el desasosiego de la incertidumbre porque la vida ya no es un interrogante; me queda poca por consumir y los vínculos establecidos con personas y actividades le proporcionan un mínimo de sentido y serenidad. Pero la sensación de vacío y soledad era idéntica, un vacío profundo y calmado, procedente de la misma intuición de entonces: la existencia como un absurdo, un azar accidental, un estado transitorio de la materia programado para reproducirse y agotarse. Y miraba aquella gente a mi alrededor, caminando arriba y abajo, bebiendo en las terrazas de los bares, comiendo en los restaurantes, buscando en el consumo de productos y paisajes calmar el ansia de la nada, aquella famosa angoisse vital de los existencialistas franceses; todos víctimas de una soledad esencial y abrumadora, todos procurando dar sentido a sus vidas de mil formas diferentes, con compromisos, obligaciones, retos, ilusiones, afectos y evasiones.

He llegado ante el mar y me he sentado en un banco a leer en medio del fragor mundano del Maremagnum. La hermana, de Sándor Márai. De vuelta a casa, he subido por la Rambla del Raval. Era como si estuviese en Islamabad, Manila y Marrakech a la vez, con algunos turistas residuales. Un drogadicto esquelético me sobresalta con una petición que no entiendo. No me detengo. Él tampoco insiste. Allí todo es igual que en la Rambla, pero más sucio, más caótico, más lamentable si cabe, porque allí, sin el maquillaje del turismo, se percibe el día a día de pobreza y abandono. Me disgusta la suciedad de las calles, los pies roñosos con chancletas, las camisetas sudadas, los bermudas con culera y las gorras giradas. Con el tiempo me he vuelto un remilgado, un maniático del orden y la armonía. Aunque, si vas a mirar, aquí también hay armonía, la armonía de la miseria, que contrasta con la de la monumental y glamurosa Barcelona, y que se extiende y captura nuevos barrios en este proceso imparable de degradación urbana y social.

Desde hace más de dos años tengo un supermercado pakistaní junto al portal de casa abierto hasta la madrugada. Los dependientes llevan camisetas sudadas, bermudas y chancletas. Sacan la mercancía a la calle, una verdura fea y marchita de procedencia ignota, y comen y duermen en la trastienda. Y si les dices que no pueden hacerlo, que en la tienda no pueden vivir, ellos no hacen caso y siguen haciéndolo con la tozudez desafiante de los que no tienen nada que perder.

Cuando entro en casa me encuentro mejor a pesar del supermercado, que sigue ahí abajo, abierto como cada día. Me ha ido bien el paseo. Y tomo asiento ante el ordenador y me pongo a escribir.