Me acuerdo

Recuerdo los peldaños de mármol blanco de la escalera de la escuela. Y recuerdo el miedo con que los subía y el valor que tenía que reunir para empujar la puerta y entrar.

Recuerdo el zapato volador del maestro, que se sacaba y lanzaba a la cabeza de alguno cuando veía que charlaba. Un zapato negro, de cordones, del que había recortado el talón y usaba de pantufla.

Recuerdo su rostro enjuto, severo, con un bigote gris y barba de varios días. Y las manos delgadas y blancas, arrugadas, que restallaban en las mejillas de las criaturas como un rayo.

Recuerdo el recorrido de casa hasta la escuela lloriqueando, y la angustiosa sensación que a cada paso me acercaba al suplicio. Y yo me resistía. Y mi madre tiraba de mí. Y pasábamos por delante del horno, y de la charcutería, y del quiosco de los periódicos, y cruzábamos la calle Blai y dejábamos atrás la farmacia, y la tienda de Ripoll, el amigo de mi padre que reparaba radios, y la imprenta, y ya casi habíamos llegado, la puerta de forja negra con cristales, el mármol blanco del vestíbulo… Entonces me resignaba.

Recuerdo a los hermanos José Eusebio y Pascualín y sus rostros tristes y enrojecidos por los bofetones del maestro. Los admiraba porque nunca lloraban.

Recuerdo el tufo àcido de orina de gato de la escuela, que impregnaba los abrigos que amontonábamos en la entrada.

Recuerdo la mujer del maestro, vieja y desaliñada, que se ocupaba de los párvulos en la parte de atrás de la escuela, las mesas bajas de madera, juntas, con los bancos a su alrededor, y la libreta pautada que llenábamos de palos y ganchos. La luz entraba por las cristaleras que daban al patio. Todos, niños y niñas, con nuestras batitas escolares, de rayas blancas y azules. Nada hacía pensar lo que nos aguardaba al otro extremo del pasillo oscuro.

Recuerdo la chocolatina Nestlé, fina y rectangular, envuelta en un papel rojo y con un cromo dentro.

Recuerdo la pizarra negra con el dictado escrito con tiza, que debíamos copiar en el cuaderno cada mañana nada más acabar de rezar el padrenuestro. Y recuerdo, vívido, el año de la fecha: 1954.

Recuerdo a Enrique Soriano, que era capaz de multiplicar de memoria números de tres y cuatro cifras en cuestión de segundos. También recuerdo que su padre era taxista y él se sabía todas las calles de Barcelona. Abríamos una guía de calles vieja y grasienta que llevaba en la cartera y le preguntábamos dónde estaba una calle al azar; él siempre la sabía situar. A mí me maravillaba. Lo recuerdo con pantalones cortos marrones sujetos con tirantes y unos calcetines largos que le llegaban por debajo de las rodillas. Caminaba con la cabeza encogida entre los hombro, como si le pesase demasiado, y llevaba gafas gruesas, de miope. Me gustaría saber qué ha sido de él.

Recuerdo perfectamente la disposición de la clase: los pupitres de dos asientos abatibles, distribuidos en cinco o seis hileras de cuatro, uno al lado del otro, a ambos lados de un pasillo central que terminaba ante la mesa de madera oscura y patas torneadas del maestro. Y recuerdo la poltrona a juego con el asiento de cuero y un cojín sucio y aplastado en el que refugiábamos la cabeza cuando nos hacía inclinar para ofrecer las nalgas a la palmeta.

Recuerdo la sensación de alivio cuando llegaba la hora de salir sin haber recibido, y la alegría de escuchar mi nombre porque mi madre había venido a recogerme.

A veces pienso que en aquellos primeros años de escuela, en los que tuve que vencer a diario el miedo a ser castigado o golpeado por una falta, se forjó mi voluntad y capacidad de sacrificio.