En otras ocasiones ya he manifestado mi entusiasmo por el territorio de las Muntanyes d’Artà, un terreno abrupto y accidentado, con un litoral áspero y rocoso, amenizado con calas y pequeños arenales que son una delicia. Pues hoy insisto en ello.
En esta ocasión nuestros pasos ―los míos y los de algunos amigos― transitan por la parte norte de la costa, fuera de los brazos acogedores de la bahía de Alcúdia y encarados a mar abierto. Vamos hacia S’Arenalet d’Albarca, o Aubarca, si quien menciona el paraje es un mallorquín. Porque los mallorquines, según he constatado, tienen la debilidad de convertir a menudo la sílaba al de inicio de palabra, en au. Así dicen Aufàbia, en lugar de Alfàbia; Aucanada, en lugar de Alcanada; aubergínia, en lugar de albergínia ―berenjena―; y así algunas palabras más para mi desconcierto. Creo que solo lo hacen cuando el topónimo o el substantivo deriva de una palabra de origen árabe que va precedida por este al-, que en árabe es el artículo determinante. Pero no estoy seguro.
Como que más que andar, la intención es despedirnos definitivamente del verano con un último baño, nos encontramos en Artà a les 11,30 h de la mañana y, en caravana, tomamos la carretera que lleva a Cala Torta, para situarnos eh Cala Estreta, que es de donde partimos.
Desde este punto, el sendero, siempre pegado a la costa, sube y baja un par de veces y en unos 20 minutos llegas a la Cala es Matzoc. Éste es uno de los primeros lugares a los que me llevó Isabel a fin de mostrarme cómo era el litoral de Mallorca antes del turismo; me llevó en pleno mes de agosto y en la cala solo estábamos ella y yo y una embarcación fondeada. Lo recuerdo porque el lugar me impresionó por su soledad y belleza. Pero de eso hace ya veinte años. Ahora, ya no es así; no se ha construido, pero los turistas más intrépidos, provistos de móviles inteligentes con GPS, llegan hasta aquí con chanclas, gorra y gafas de sol.
En la cumbre del pequeño promontorio que cierra la cala por el norte hay la torre des Matzoc. Se trata de una torre circular, de aspecto macizo, que, según leo, fue construida en 1751 por el Ayuntamiento de Artà para vigilar el canal de Menorca ―entonces Menorca formaba parte del imperio británico. Por dos tramos de escaleras interiores se puede acceder a la terraza, desde donde hay una vista espléndida de todo este litoral, desde el Cap des Freu hasta el Cap de Ferrutx.
Este es el punto más alto del recorrido (68 m); desde aquí el sendero desciende por un territorio rocoso hasta la playa de Sa Font Celada, conocida también como de Sa Font Salada. Aquí la toponimia se muestra dudosa entre una fuente recóndita y una fuente salina.
El calor aprieta y todo el mundo tiene ganas de bañarse, pero hace mar de fondo y, salvo Joan, que es una especie de encarnación de Neptuno, los baños son breves y tímidos. Hay quien solo se baña los pies. Yo, que estoy resfriado, ni esto.
Dejamos a Joan nadando ―tiene establecido nadar una hora de reloj cada día, y Joan es un hombre de principios firmes― y por la pista que viene de S’Alqueria Vella, en pocos minutos estamos en S’Arenalet d’Albarca o des Verger, que de las dos formas se le puede llamar. El paraje tiene el encanto de ser el primer tramo de litoral amable tras cuatro kilómetros de acantilados desde el Cap de Ferrutx. La antigua casa de veraneo de los señores de Albarca, hoy convertida en refugio de uso público, y una pequeña caseta ganadera son la únicas construcciones visibles en un lugar bello y remoto, que tienen como telón de fondo las cumbres más elevadas de las Muntanyes d’Artà, con referencias humanas en las antenas de Sa Tudosa (441 m) y la torre de Sa Talaia Moreia (434 m).
Como esta playa es más abierta, hoy no es cómodo nadar en ella, y regresamos al arenal de Sa Font Celada. Joan sigue con su braceo rítmico y constante. Hay un segundo intento de baño por parte de algunos, que tampoco resulta nada glorioso. Isabel está contrariada. A ella, que en verano lleva una especie de vida anfibia, no poder despedirse debidamente del mar, la frustra.
Finalmente, nos juntamos todos en un rincón umbrío, cerca de la cueva en donde se esconde la fuente que da nombre al paraje, y comemos y conversamos. El tema principal es un problema de probabilidades en el que interviene un coche, dos cabras, y tres puertas.
A las cuatro, cansado de las especulaciones probabilísticas y sintiéndome un poco enfebrecido, inicio el regreso por el mismo camino que hemos venido. Los demás no tardan en seguirme. Entretanto, el cielo se ha cubierto de nubes y la luz filtrada arranca nuevos tonos y matices al paisaje.