Holt es la capital del condado de su mismo nombre, en el estado de Colorado; un pueblo perdido en medio de la Gran Llanura norteamericana, donde en invierno hace un frío tremendo y en verano se asan de calor; tiene una iglesia, un hospital, una ferretería, un supermercado, varios restaurantes, un instituto, oficina del sheriff, correos, ayuntamiento, servicios sociales, casas, plazas y calles, y una vía de tren que lo atraviesa de punta a punta. A su alrededor hay granjas que cultivan trigo y maíz y pequeños ranchos de ganado vacuno que pastorea por prados delimitados con cercas de alambre. Allí donde no hay bosque ni pastos, crece la artemisa y la hierba de la sangre. Y en las noches claras, las cielos son tan diáfanos y luminosos que te puedes pasar horas contemplándolos sentado en el porche. Éste es el espacio geográfico en el que el escritor estadounidense Kent Haruf sitúa la acción de tres novelas: La canción de la llanura (Plainsong, 1999), Al final de la tarde (Eventide, 2004) y Bendición (Benediction, 2013), que constituyen lo que se ha venido a llamar la Trilogía de Holt.
Con una escritura sencilla, desposeída de cualquier artificio, de frases simples dirigidas a describir exclusivamente escenario y personajes y a hacerlos hablar, Haruf nos acerca a la vida cotidiana de algunos habitantes de Holt, a sus conflictos presentes y pasados, y nos los situa, ya bien dibujados e interiorizados por el lector, ante un futuro que tenemos que imaginar. Tom Guthrie y sus dos hijos Ike y Bobby, a los que la madre abandona para ir a Denver; los hermanos Harold y Raymond McPherson, rancheros, quienes tras toda una vida solitaria acogen a Victoria Roubideaux, embarazada y echada de su casa. Maggie Jones, profesora del instituto, que mira con buenos ojos a su compañero Tom; Betty y Luther Williams, que si no fuera por la asistenta social, Rose Tyler, no comerían ni ellos ni sus hijos; el violento Hoyt Raimes; el sacrificado DJ, que con once años se ocupa de su abuelo, va a la escuela y cuida del jardín de Mary Wells, abatida porque su marido, que trabaja en Alaska, la ha dejado con las dos niñas, Dena y Emma; Dad Davis, a quien le quedan pocos meses de vida y los aprovecha para recordar, asumir el pasado, también lamentarlo en algún momento, y despedirse poco a poco, al ritmo con que le llega la muerte, de la mujer, la hija y su querida ferretería.
Todos estos personajes y algunos más componen el mosaico con el que Kent Haruf nos introduce en los paisajes dilatados de las llanuras, batidos por el viento y habitados por gente que transita por la vida guiados por el instinto de sobrevivir y atrapados por las debilidades y miedos que todos tenemos. Son gente que vive como sabe y como puede, que lucha para alcanzar la felicidad con los recursos que tienen a su alcance y que lo logran o no. Hay de todo. Personajes que te cogen de la mano y los acompañas en su día a día a través de las páginas del libro, que admiras o compadeces, que te conmueven, y que te hacen ver que allí adonde vayas —porque leer un buen libro es como hacer un viaje— siempre encontrarás lo mismo: lucha y desesperación, amor, egoísmo y solidaridad, y por encima de todo, soledad, una soledad aplastante, que nos pide un gran esfuerzo para burlarla y soportarla.
Kent Haruf (1943-2014) pasó la mayor parte de su vida en estas llanuras que describe tan bien y entre esta gente que nos presenta para que la conozcamos también nosotros. Es la Norteamérica profunda, agrícola y ganadera, poco poblada, aislada y olvidada, en la que aún perviven trazas de la vida dura de los pioneros.