Conocí por primera vez la obra de Sebastião Salgado a mediados de los años ochenta a través de un suplemento de El País que publicaba un reportaje fotográfico sobra la mina de oro a cielo abierto de Sierra Pelada (Brasil). Me impresionó. Desde entonces he ido viendo fotografías suyas en revistas y exposiciones, y siempre me ha parecido un gran fotógrafo. A finales de octubre del año pasado fui a CaixaForum, en donde se acababa de inaugurar la exposición Génesis, en la que Salgado abandona el ser humano como argumento de su obra para centrarse en la naturaleza más pura y primitiva. Y la semana pasada fui a ver La sal de la Tierra, de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, que documenta la vida y el pensamiento del fotógrafo brasileño, especialmente los viajes que realizó para llevar a cabo Génesis, su último proyecto.
Para mí, el gran acierto de este documental es que sitúa al hombre por encima del artista. No es la obra fotográfica lo que más me interesó, que también, sino quién la hacía, de dónde procedía y por qué la hacía. Ante una obra a menudo obviamos que tras ella hay un individuo y unas circunstancias. Por eso se escriben las biografías. Y la mayoría de veces, el conocimiento sobre el artista y las circunstancias en las que se produce la obra nos ayuda a comprenderla mejor y a valorarla de una forma mucho más completa, no únicamente como un resultado estético. La sal de la Tierra hace esto, es una biografía cinematográfica que nos permite conocer al padre del Sebastião, a la mujer, a sus hijos y la relación que ha tenido con ellos, a la vez que podemos escuchar su voz relatando lo que le ha sucedido a lo largo de la vida, tanto por fuera como por dentro.
El descubrimiento de su vocación se presenta como un hecho accidental. Quien compra la primera cámara fotográfica es su esposa Lélia, y con esta cámara prestada Sebastião Salgado hace las primeras fotografías mientras trabaja como economista en una ONG –la Organización Internacional del Café. Tiene 27 años. Y el descubrimiento es tan impactante, que dos años más tarde decide abandonar una prometedora carrera profesional para dedicarse exclusivamente a la fotografía. Gasta todo lo que tiene en un equipo fotográfico y emprende su camino.
Entonces se pone de manifiesto una de las grandes fortunas de Sebastião Salgado, y que se llama Lélia Wanick. Lélia no tan solo no cuestiona esta decisión arriesgada, que hipoteca el futuro de la familia, sino que la respalda y lo estimula tomarla. A partir de este momento, Lélia Salgado se convierte, además de compañera sentimental, en su más fiel colaboradora. De la mente de ambos salen las directrices temáticas que definirán los reportajes fotográficos de Sebastião. La confianza de ella empuja al fotógrafo a lejanas tierras en busca de las imágenes que luego mostrarán al mundo la capacidad de esfuerzo, el valor, el sufrimiento y la crueldad de la especia humana. Él es la mirada que observa y plasma; ella, el aliento y el hogar al que volver.
Las imágenes de Sebastião Salgado son sobrecogedoras, a veces brutales e, incluso, macabras. Esto le ha valido las críticas de algunos sectores intelectuales que lo acusan de desvirtuar el dolor humano con la exquisita presentación de su obra, y lo tildan de manipulador del dolor con finalidades estéticas y lucrativas. Particularmente encuentro que es una crítica estúpida, porque Salgado lo único que hace es emocionarse con lo que ve, fotografiarlo tal como sabe y dar a conocer al mundo qué está pasando a determinados colectivos humanos. ¿Es que puede hacer algo más? ¿Es que no hace lo mismo cualquier fotoperiodista que cubre una guerra o una catástrofe natural? ¿No se han premiado repetidamente fotografías que ilustran el dolor y el sufrimiento de las personas allí donde cabalgan los cuatro jinetes de la Apocalipsis?
A través del documental tenemos noticia del profundo desengaño vital de Sebastião después de asistir a un desbordamiento de violencia y dolor tan grandes. Y decide refugiarse en la remota finca familiar, en el estado de Minas Gerais, que hereda a la muerte de su padre. Pero la finca que él conoció de pequeño, rodeada de bosque tropical, se ha convertido en un territorio yermo a causa de la desforestación y la erosión. Y el sentimiento de pérdida y desencanto se proyecta también sobre aquello. Es preciso hacer algo. Y nuevamente Lélia traza el rumbo de sus vidas y pone el embrión de lo que será Génesis. El planteamiento es simple, pero arriesgado: si aquellas montañas que rodean la finca habían sido un bosque húmedo, en el que el agua corría en abundancia, ¿por qué no pueden volver a serlo? Y con la paciencia y la constancia de un monje budista, Lélia convierte la finca en un vivero de las especies vegetales que formaban la selva perdida, con el que, llegado el momento, replanta las laderas desforestadas.
Con sus cuidados, las plantas enraízan y crecen y, poco a poco, el bosque se regenera. Este renacer de la naturaleza devuelve el entusiasmo y la fe a Sebastião Salgado, pero no ya en la humanidad –de la que ha acabado totalmente desengañado–, sino en el planeta y en su fuerza evolutiva. El artista se impregna de la plenitud que significa hacer revivir la tierra y, en un afán de documentar paisajes, ecosistemas y comunidades humanas que todavía se mantienen vírgenes, inicia una serie de viajes que lo llevarán a los lugares más remotos de la Tierra para mostrarnos a través de sus fotografías lo que nos queda todavía de unos orígenes que, rápidamente, vamos borrando. Génesis es un canto de esperanza por lo que aún nos queda, a la vez que un lamento por lo que estamos perdiendo día a día.
Tras ver La sal de la Tierra salí del cine con un doble sentimiento que me impregnó durante un buen rato. Por un lado sentía admiración por el artista valiente, sensible y comprometido que era Sebastião Salgado; y por otro, envidia del hombre que había tenido el acierto y la fortuna de encontrar la compañía ideal, aquella mujer con la que soñamos los creadores y que es a la vez esposa, amiga, colaboradora y cómplice de nuestra aventura personal y sobre la que descansan la confianza y la serenidad que implica llevar a cabo un proyecto creativo.
(La fotos del cartel de La sal de la Tierra, de la explotación de la mina de oro de Sierra Pelada y de Sebastiao Salgado y Lélia Wanick en la finca familiar han sido bajadas de Internet)