Salvo un final cristianamente feliz, acorde con la época, Jane Eyre es una novela trágica y rebelde. La tragedia se incorpora al personaje desde el principio con la muerte de los padres y una familia adoptiva que no la quiere y le hace la vida imposible hasta que se la saca de encima. En el orfanato al que va a parar las cosas no mejoran demasiado hasta que una epidemia de tifus hace estragos entre las alumnas malnutridas y trae cambios en la dirección de la institución benéfica. A partir de este momento las cosas cambian para la joven protagonista y vive un periodo tranquilo tanto en la escuela, donde termina haciendo de profesora, como en el trabajo de institutriz que consigue después.
A lo largo de los primeros capítulos el relato recuerda la obra de Dickens, de quien Charlotte Brontë es contemporánea. Pero a partir de la llegada a la mansión de Thornfield la novela hace un giro y se convierte en un minucioso análisis del alma humana, expuesto a través de los protagonistas. Jane Eyre siente nacer un amor intenso y profundo hacia su señor, Edward Rochester, a pesar de la resistencia que opone al sentimiento. La evolución de este enamoramiento, que acaba siendo mutuo, es un delicioso juego de diálogos llenos de sutileza, con los que Charlotte Brontë pone de manifiesto su crítica a una sociedad patriarcal que menosprecia a la mujer y la aparta de los roles de relevancia. En el capítulo XII escribe: “No se sabe cuántas rebeliones, dejando de lado las políticas, fermentan en las masas vivas que pueblan la tierra. En general se supone que las mujeres son muy quietas: pero las mujeres tienen los mismos sentimientos que los hombres: necesitan ejercer las facultades y tener un campo para los esfuerzos tanto como sus hermanos; las restricciones muy rígidas y el estancamiento absoluto las hacen sufrir tanto como a los hombres, y sus privilegiados compañeros de especie son muy egoístas cuando afirman que las mujeres tienen que limitarse a hacer pasteles, hacer calceta, tocar el piano y bordar bolsitas.”
Reproduzco un párrafo tan largo porque en este párrafo está la esencia del mensaje de Charlotte Brontë en favor de la emancipación de la mujer y de la igualdad de género. Actitud que está presente en toda la novela y que argumentalmente se pone de manifiesto en el hecho que Jane Eyre, fea y menuda, rechaza las propuestas de matrimonio de dos hombre socialmente respetados, de características muy opuestas —dos modelos masculinos bien diferenciados—, que ella ama y admira, pero por los que no está dispuesta a renunciar ni a la dignidad e ni a la independencia. No me casaré para sumir el papel que ellos me asignen; el papel quiero escogerlo yo, parece que nos quiera decir. Y así lo hace.
Teniendo en cuenta el momento histórico —primera mitad del siglo XIX— y la sociedad que la rodea —la Inglaterra rural y puritana, en la que su padre es un ministro del Señor—, el convencimiento y la audacia de Charlotte Brontë a la hora de escribir esta novela es admirable. Pero mi admiración no se limita a la actitud y al pensamiento, sino que se hace extensiva a su estilo literario y a su capacidad de narrar. Porque la tesis de la novela está envuelta de tal forma que fascina y seduce por su agudeza dialéctica y sensibilidad ante una naturaleza que conoce bien y que describe con precisión y maestría para contrapuntear estados de ánimo y emociones de la protagonista. Es la propia Jane Eyre quien nos cuenta su historia y lo hace con una voz mesurada y serena incluso en los momento de la mayor exaltación romántica. Penetración psicológica y claridad a la hora de exponer los resultados con la pluma son dos más de los méritos de esta extraordinaria escritora inglesa.
Para terminar me atrevo a decir, a pesar de no haberlas visto todas, que las numerosas adaptaciones cinematográficas y televisivas que se han hecho de Jane Eyre son una simple aproximación a una obra creada para ser leída.