Formentera

La semana pasada Isabel fue a Formentera para examinar de selectividad y yo la acompañé. Hacía más de treinta años que no iba en verano. La última vez que estuve fue a finales de octubre del 2000 y cogí unos días ventosos y frescos con unos celajes nublados que se reflejaban en los estanques y en los cristalizadores de las antiguas salinas. Lo recuerdo porque me harté de hacer fotografías de espectaculares paisajes duplicados por el efecto espejo.

Pero en esta ocasión la visita a Formentera ha sido decepcionante. El recuerdo de las tranquilas excursiones en bicicleta hacia cala Saona o al Cap de Barbaria de finales de los ochenta —que es cuando calculo que estuve— ha sido substituido por una realidad de masificación turística, sobre todo de italianos, que se movían frenéticamente de un lado a otro de la isla en coche y en ciclomotor en busca de calas y arenales donde pasar el día tostándose al sol. En Illetes y en la Platja de LLevant han tenido que regular la entrada de bañistas a causa de los colapsos que se producían. En la Cala del Mort, en la Platja de Migjorn, no cabía ni una aguja, y allí donde el arenal es más ancho y acogedor hay hoteles y chiringuitos con música y sombrillas. En las zonas de baño, largas pasarelas de madera permiten desplazarte por el borde de la costa en busca de tu rincón ideal mientras te llegan dulzones efluvios de coco de los aceites y cremas solares y contemplas la gran exposición de cuerpos morenos y tatuados con tangas y bikinis que esperan, pacientes, que el día decline para ir a tomar una copa y a bailar. Varias compañías de ferris vierten cada media hora cargamentos de turistas que vienen de Ibiza a pasar el día y La Savina es un hormigueo de gente que busca los autobuses que los tienen que llevar a la playa o que alquilan coches y ciclomotores para desplazarse por su cuenta. Y todo esto bajo un sol estremecedor que te bulle el cerebro. ¡Admirable!

 Ante este panorama y con horas libres mientras Isabel vigilaba que las dos formenteranas que se examinaban no copiasen, opté por hacer turismo histórico y llegarme a las cuatro torres de defensa edificadas entre 1762 y 1763, que, ubicadas en puntos estratégicos elegidos por el entonces capitán general de las Islas Baleares D. Francisco de Paula Bucarelli y Ursúa, son de las pocas cosas genuinas que aún quedan en Formentera. La más aislada es la Torre de sa Gavina. La alcanzas con poco más de media hora de caminata solitaria desde la zona de aparcamiento de Can Marroig. También tienes que caminar, pero menos, para llegar a la Torre des Garroveret, en el Cap de Barbaria. En ésta, como está cerca del faro, los turistas más emprendedores se acercan a ella y puedes encontrar gente, sobre todo al atardecer, que es cuando hace mejor caminar. Las otras dos, la de Punta Prima y la del Pi des Català han quedado integradas en espacios urbanizados, con chalés y bungalós muy cerca. Todas las torres fueron construidas por el ingeniero militar José García Martínez, con proyecto de Joan Ballester, y son idénticas. Se trata de edificios de planta circular y estructura troncocónica, de nueve metros de alto y dos plantas, con una escalera de caracol interior que comunica la planta baja, donde estaba el polvorín, con la terraza, donde había una pieza de artillería. Se accedía al interior por una puerta situada en la primera planta, a unos cuatro metros de altura, y están hechas de piedra calcárea y mortero de cal.

A pesar de que no son nada del otro mundo, yo las encuentro sugerentes y evocan un tiempo en que Formentera era tan solo una isla de pescadores, payeses y salineros y un punto de vigilancia del movimiento de barcos en el Mediterráneo. Luego llegaron los primeros turistas en busca de paz y tranquilidad, seguidos de los hippies y sus porros y, finalmente, la masificación de sol, playa y amor. ¡Una pena!