El infierno y el miedo

(Capítulo de muestra de La mirada oscura, de Josep Lorman) 

Le sobrevino de golpe, mientras conducía. Primero fue como una especie de aturdimiento, después sintió el vacío en el estómago, que los testículos se retraían y el pulso se le aceleraba; la boca se le secó, perdió precisión en la mirada y se sintió tenso y sin control sobre el cuerpo. Se asustó y detuvo el coche en un chaflán. Sabía lo que era, pero hacía tanto tiempo que no se le había repetido, que había olvidado que fuese una sensación tan desagradable. Era un ataque de miedo. ¿Por qué? Por nada en concreto y por todo. Era una de las manifestaciones de sus estados depresivos. Un miedo feroz, brutal, que ascendía desde dentro y no sabía cómo detener. En aquellos momentos sentía que estaba a las puertas de la muerte: el corazón se le pararía de un momento a otro a causa de la tensión que soportaba, o quizás el cerebro le estallaría; algo fatal tenía que pasarle de forma inminente. Pero corrían los minutos y no pasaba nada, y poco a poco se iba tranquilizando. La respiración se acompasaba, las pulsaciones disminuían, el cuerpo se relajaba y volvía a razonar con cierta claridad. «Nada, no pasa nada», se repetía. «Esto ya me ha sucedido otras veces. No he de asustarme. Es miedo, un simple ataque de miedo, o una crisis de angustia, como lo llaman los médicos, da lo mismo, se llame como se llame, no es nada. Me he de controlar.» Y Joan C acababa controlándose.

Cuando se le hubo pasado, Joan salió del coche y buscó un bar para tomarse un cubalibre que lo tonificase. Después de uno de aquellos ataques siempre se sentía muy cansado. Era como si hubiese realizado un esfuerzo terrible. En el bar había poca gente y Joan se sentó en una mesa cerca de la entrada.

–¿No se encuentra bien? –le preguntó el camarero cuando se le acercó.

–Sí, gracias. ¿Por qué lo dice? –preguntó Joan, a quien no le gustaba que le dijesen nada cuando estaba así.

–Es que está muy pálido –observó el camarero.

–Debe de ser el calor –dijo Joan, huraño, secándose el sudor que le perlaba la frente–. Tráigame un cubalibre.

El camarero se fue a la barra y Joan se puso a observar a los dos o tres clientes que había. Pero poco a poco fue abstrayéndose y acabó con el pensamiento puesto en él mismo. Estaba claro que volvía a estar en el pozo y que esta vez no había ninguna Pilar para sacarlo. Precisamente si estaba en él, era por ella, por Pilar, por su actitud que no acababa de comprender y que le dolía. Se le hacía difícil vivir junto a una mujer que no le mostraba el menor afecto, al contrario, que casi todas sus manifestaciones eran de desagrado. ¿Pero cómo había llegado hasta aquel punto? Joan empezó a hacer examen de conciencia y a repasar aquellas de sus actuaciones que pudiesen justificar la actitud de Pilar. Quizás había sido demasiado egoísta y no la había tenido en cuenta lo suficiente. Las mujeres necesitan sentirse queridas más que los hombres. Y para sentirse queridas quieren muestras, no hay bastante con estar a su lado y decírselo de vez en cuando; necesitan atenciones, pequeños detalles que les hagan ver que te acuerdas de ellas. Pero él, esto, no sabía hacerlo, no pensaba en ello, y cuando pensaba, se le olvidaba. Quizás era que no amaba a Pilar lo suficiente. Quizás era que no amaba lo suficiente a nadie. Este pensamiento le entristeció. Quizás no sabía amar.

El camarero le sirvió el cubalibre con frialdad. Había querido ser amable y se había encontrado con un chasco. Joan, sin embargo, no se dio cuenta. Seguía muy lejos de allí.

Puede que esa incapacidad suya de entregarse a alguien fuese la causa de sus males. ¿Pero qué tenía que ver el amor al prójimo con el miedo? ¿Por qué tenía miedo? ¿Cuándo sintió por primera vez aquel estado de inquietud extrema que le alteraba las constantes vitales? Joan se remontó al pasado para hallar el origen del miedo en su vida. Estaba claro que el miedo era un sentimiento natural, estrechamente ligado al instinto de supervivencia que todos llevábamos dentro, pero tenía que haber un momento en que lo experimentáramos por primera vez. Joan recordó el miedo a las collejas de su padre, al dentista y a las lavativas. Pero aquello eran unos miedos físicos que iban asociados al dolor. Tenía que haber un miedo que fuese más allá de aquellos miedos concretos y que los englobase a todos, un miedo universal, metafísico. Y recordó el miedo al hombre del saco, individuo al que su madre siempre recurría cuando no se comía la sopa; o al Papus, que siempre tenía que aparecer cuando no dormía. Estos eran miedos más inconcretos, asociados a personajes que podían adquirir poder sobre él y en cuyas manos tenían la posibilidad de arrancarle de junto a sus padres y hacerle mil y una barrabasadas. A través de estos personajes Joan había empezado a sentir un remoto miedo a la muerte. Pero por encima de todos estos miedos recordaba el del infierno. El miedo al infierno era el más aterrador, el que sin duda alguna le había dejado una huella más profunda. El infierno adquirió dimensión terrorífica cuando debía de tener seis o siete años. Lo recordaba como si fuese ayer. Por alguna razón había ido un capellán a la escuela, que se puso a hablar sobre los martirios. Como ejemplo de abnegación cristiana puso a Santa Eulàlia, copatrona de Barcelona, a quien un cruel cónsul romano condenó a sufrir trece tormentos, tantos como años tenía la santa. Para hacerla renegar de la fe en Cristo, los verdugos la azotaron, le desgarraron la carne con garfios y arpones, y le aplicaron brasas ardientes en las plantas de los pies y en los pechos; luego le restregaron las heridas con piedra pómez y se las regaron con aceite hirviendo y plomo fundido. Y como a pesar de todo esto de la boca de la santa no salió ni un solo gemido, la pusieron desnuda dentro de una barrica llena de vidrios rotos, piedras de cantos vivos y clavos de punta afilada y la arrojaron por una pendiente. Pero de todos los tormentos que el capellán contó con morboso deleite, el que más lo impresionó fue que encerrasen a la pobrecita santa en un corral lleno de pulgas famélicas y la dejasen allí hasta que los voraces insectos se hartaron de picarla y la dejaron toda ella hecha una ampolla. Joan sabía qué eran las picaduras de las pulgas porque de vez en cuando se colaba alguna en su casa y siempre le tocaba a él tener que alimentarla.

Tras hablar de los terribles tormentos que los paganos infligieron a Santa Eulàlia, y cuando todos los chicos ya estaban conmocionados, el capellán se puso a hablar del infierno. La condena al fuego eterno del infierno era lo peor que podía pasarle a un niño, les dijo, ya que el fuego del infierno quemaba sin consumir y el alma se retorcía de dolor eternamente; nunca, nunca se acababa de sufrir. Pero, además del fuego eterno, en el infierno había muchos otros castigos para los pecadores. Por ejemplo, allí la oscuridad era absoluta, porque, aunque hubiese llamas por todas partes, las llamas del infierno quemaban sin claridad. En el infierno todo era oscuro como boca de lobo para siempre jamás y las almas estaban condenadas a sentir los roces más escalofriantes sin saber nunca qué los producía, si un abominable demonio, una miserable ánima vecina o una serpiente infernal. Quizás de ahí le venía la repulsión que le producían las serpientes, pensó Joan. ¡Y el hedor! El hedor era horroroso en el infierno, no podían imaginarse lo que significaba tener que respirar el aire fétido del infierno. El azufre de las hogueras, la carne quemada, los cuerpos en descomposición, las defecaciones que cubrían el suelo, todo esto llenaba el aire de emanaciones irrespirables que corroían los pulmones día tras día por toda la eternidad. Y no se acababan aquí los sufrimientos. Por encima del mal olor y en medio de una oscuridad impenetrable, se escuchaban gritos y lamentos espantosos que ponían la carne de gallina. Alaridos de dolor, maldiciones y aullidos bestiales que llegaban de todas partes martirizaban el oído y el espíritu. Sin embargo, lo peor de todo era el castigo de la cuchilla. Cada día los demonios empujaban con sus picas a los condenados hasta una gran piscina llena de vómitos y excrementos, y una vez allí, con la porquería hasta el pecho, ponían en movimiento una gran cuchilla que cada dos minutos pasaba a la altura del cuello y obligaba a aquellos desgraciados a sumergirse en la mierda si no querían quedarse sin cabeza. Posiblemente el capellán no fue tan explícito, pero todos lo comprendieron así de claro. Joan recordaba que el niño que estaba a su lado, que era un poco más pequeño que él, se puso a llorar. Por lo visto aquel mismo mediodía su abuela le había dicho que iría al infierno por decir mentiras, y el pobre niño estaba aterrorizado ante aquel panorama.

Su infancia había transcurrido en una época en la que todavía imperaba la educación por el miedo. Se aprendía a leer y escribir bajo la amenaza de los palmetazos del maestro y a ser buen niño bajo la amenaza del infierno. Joan sabía que desde aquella tarde en la escuela, todas sus acciones estuvieron marcadas durante muchos años, y quien sabe si para siempre, por aquella escalofriante pintura que el capellán había hecho del mundo inferior, habitáculo de Satán y sus hordas.

Ahora Joan se daba cuenta de la crueldad de aquellos adultos, que sin contemplaciones lanzaban a las pobres criaturas al pozo del pavor y la desesperación. En su afán por dar respuesta a las incógnitas de la vida, los mayores no dudaban en inventar fantasías aterradoras que, a la vez, utilizaban como argumentos intimidatorios para conducir a las nuevas generaciones por el camino de la obediencia y la fe ciega. El miedo era el mejor aliado del poder, y eso lo sabían bien aquellos que durante siglos y siglos se ganaron la vida intimidando, ya fuese con las armas o con el fuego eterno. Y así estaban los de su generación ahora. Trastornados, atemorizados, llenos de dudas y angustias, con terribles sentimientos de culpa que los paralizaban ante las propias vidas y los arrojaban a manos de los exorcistas modernos: los psiquiatras. Desde su más tierna infancia Joan había mamado el miedo y ahora no podía sacárselo del cuerpo. El miedo lo perseguía, lo acechaba, lo esperaba paciente para saltarle encima a la menor oportunidad. Pero él ya no era un niño, hacía tiempo que había dejado de serlo; era un hombre hecho y derecho, con una familia, que ya no se asustaba con cuentos de brujas. ¿Qué ocurría entonces?

Por un momento a Joan le pareció que aquella situación ya la había vivido antes. No sabía dónde ni cuándo, pero todo le resulta vagamente conocido. El bar, el camarero, los clientes, y él, aterrorizado, con un cubalibre en la mano y preguntándose qué diantre hacer con su vida. Era uno de aquellos recuerdos relictos que hay quien se empeña en asegurar que provienen de una existencia anterior. «Entonces, debía de ser una existencia tan jodida como la que llevo ahora», pensó Juan. Si esto fuese cierto, ¿qué había hecho en aquella otra existencia para solucionar sus problemas? ¿Qué camino había tomado para salir del marasmo en que se encontraba? ¿Había logrado salir de él? ¿Es que había alguna salida? ¿Llegaría a alcanzar en algún momento la paz interior? Aquellas eran preguntas clave a las que creía haber dado una respuesta tiempo atrás y ahora se daba cuenta de que no, de que aún seguían torturándole, como los verdugos a la pobre Santa Eulàlia. Sin embargo, la santa había resistido convencida de ganarse el cielo; pero él, que no tenía cielo en que creer, ¿podría resistir? No lo sabía, ni… ¡…! Fue como un destello, una intuición, un chispazo de lucidez, o como se quiera llamar; el caso es que, por un instante, Joan vio claro que lo que tenía que hacer era ponerse en acción. Fue una sensación casi imperceptible, pero que lo alertó. Debía cambiar cosas; para seguir, debía cambiar cosas en su vida. Para abandonar definitivamente el pozo negro debía encontrar algo que justificase su existencia. La religión no le servía, al menos aquella religión estandarizada y llena de convencionalismos; la familia tampoco, la tenía y no sabía qué hacer con ella; vender bragas lo humillaba un día tras otro. Tenía que encontrar algo a lo que pudiese entregarse con convencimiento. Por la cabeza le pasó hacerse de Amnistía Internacional, Greenpeace o Médicos sin Fronteras. De acuerdo, precisaba una nueva fe. Pero un hombre tan desencantado como él, tan abatido, tan debilitado, ¿de dónde sacaba la energía necesaria para creer en algo? Y entonces el destello de lucidez y su chispa de esperanza se diluyeron.

Joan se encontró sentado ante la mesa de un bar con un vaso medio vacío en la mano y desconfiando de que el trabajo que pudiera ofrecerle Albert Riu fuese realmente lo que necesitaba. Al fin y al cabo también se trataba de vender. Él necesitaba un compromiso más profundo, más esencial, acababa de verlo claro. ¿Pero cuál? ¡Ah, si lo supiese todo estaría resuelto!

Se terminó el cubalibre y dejó el importe sobre la mesa. Al levantarse, tropezó con la maleta de muestras y estuvo a punto de caer. Se había olvidado por completo de ella. Este pequeño incidente lo reincorporó a la realidad y Joan volvió a palidecer. El camarero lo vio tambalearse y deseó que se fuese al suelo. Pero no tuvo esta satisfacción. Joan se agachó y cogió la maleta. «Las cosas no se arreglan con un cubalibre», pensó el camarero tras observar el rostro ceniciento de aquel cliente adusto. Y lo miró mientras salía, cabizbajo e inseguro, arrastrando aquella maleta que parecía pesarle tanto como la vida.


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