La causa de las setas tiene una nueva adepta: Isabel. Se estrenó en el bosque de Callong y lo hizo con una aplicación y un entusiasmo que se tradujo en una cosecha de más de cuatro quilos de níscalos. Bueno, no los encontró todos ella, la ayudaron Natxo y Mercè, y yo ocasionalmente. Pero después de las primeras enseñanzas, Isabel se destapó como un buscador de setas con olfato, de aquellos que huelen las setas más que las ven, y escarban en aquel pequeño montículo de musgo y hojas secas en donde precisamente están.
Nuestra recolección se produjo sin querer. En un principio no teníamos ninguna intención de hacer búsqueda micológica, sino simplemente una caminata por uno de los bellos bosques de abetos y hayas que cubren vastas extensiones del Prepirineo francés, más húmedo que el nuestro. El día anterior estuvimos en la Forêt d’En Malo y ahora visitábamos la de Callong. En tiempos de Luis XIV, estos bosques estuvieron bajo la protección de la corona, que aprovechaba la madera para la construcción de buques de guerra y como combustible en las forjas. Llevarte un haz de leña de estos bosques sin la autorización real podía costarte la vida. Ahora son propiedad comunal y constituyen uno de los principales recursos económicos del Pays de Sault y un reclamo turístico.
El bosque de Callong está dentro del término de Belvis, entre las aldeas de Montmija y La Malayrède, desde las que se accede a él. Un itinerario señalizado que parte de la antigua casa forestal y se interna por el bosque te conduce al Sapin Géant, un ejemplar de abeto de 47,5 metros y 4,10 de circunferencia, que se calcula que tiene 210 años de edad. Fue durante este recorrido forestal que, al borde del camino y en los márgenes, empezamos a encontrar setas. Había llovido no hacía mucho y las setas estaban allí, entre la hojarasca, inocentes y confiadas. Natxo fue el primero en ver una y, a partir de aquel momento, el recorrido dejó de ser contemplativo para convertirse en activo. Yo repartí bolsas de plástico ―siempre llevo algunas en la mochila para eventualidades― y las empezamos a llenar. Eran unos níscalos grandes, sanos, que desprendían un aroma intenso de bosque. Y el instinto recolector de Isabel despertó y la hizo enloquecer ante aquella bendición de esclata-sangs ―es como ella llama a los níscalos.
Finalmente llegamos al Sapin Géant y lo vimos. Pero si el recorrido es de media hora, nosotros invertimos hora y media; y hora y media más para completar el circuito. Cuando volvimos al área de picnic que hay delante de la casa forestal ya eran cerca de las cuatro y casi no quedaba nadie; todos los franceses que ocupaban las mesas y asaban en la barbacoa cuando llegamos ya se habían ido. De modo que nos pudimos instalar y nos pusimos a limpiar las setas mientras valorábamos la mejor manera de prepararlas. No teníamos sal, ni aceite, ni ajo, ni perejil, ni paella; únicamente contábamos con la parrilla que Natxo siempre lleva en el coche. Ante esta situación era obvio que lo único que podíamos hacer si no queríamos comérnoslas crudas, era asarlas. En el último momento, a Isabel se le ocurrió ponerles encima un pedacito de sobrasada para que no quedasen tan resecas.
Dicho y hecho; mientras Isabel y Mercè elegían las más grandes y ponían el pedacito de sobrasada y Natxo las organizaba en la parrilla, yo encendía el fuego para hacer la brasa. A las cuatro y media poníamos la primera parrillada en la barbacoa la mar de ilusionados y con un hambre feroz. La sed la habíamos aplacado con un vino de la región, del que llevábamos una caja en el maletero del coche. Pero ―¡oh, contrariedad!―, con el calor, la sobrasada se deshacía, chorreaba por la seta y encendía la brasa. Yo levantaba la parrilla, la desplazaba a la derecha, a la izquierda, la retiraba, la volvía a poner…; finalmente lo dejé correr, nos los comeríamos como estuviesen.
Y no estuvieron tan mal. O quizás era el apetito. No lo sé, la cuestión es que nos comimos aquellos níscalos a la brasa con perfume de sobrasada en un santiamén, bebiendo y bromeando, y disfrutando de un final de jornada alegre y divertido. En momentos así, estoy seguro que el organismo se oxigena, células y tejidos se tonifican, el espíritu se conforta y la vida se alarga como mínimo un par de semanas.