No podíamos clausurar mejor el fin de semana. La crítica hablaba bien de ella, pero no podía imaginarme una obra tan exquisita, tan delicada y rotunda a la vez. Me refiero a La juventud (Youth / La Giovinezza, 2015), de Paolo Sorrentino.
De Sorrentino ya había visto La gran belleza (La grande bellezza, 2013) y me había gustado. Pero encuentro mejor La juventud; es más sencilla, más esencial, desprovista de la efervescencia multitudinaria que comportaba el marco en el que transcurría la acción de La gran belleza: la dolce vita romana. Aquí la historia pasa en un balneario suizo y se sustenta en la relación de dos viejos amigos octogenarios: un aclamado compositor y director de orquesta (Fred Ballinger/Michael Caine) y un conocido director de cine (Mick Boyle/Harvey Keitel). Ambos están allí de retiro, pero mientras Mick Boyle lucha contra el paso del tiempo con el afán de perpetuar su obra con una última película que ha de ser su testamento cinematográfico, Fred Ballinger se abandona a una apatía resignada y da por clausurada su carrera artística con indiferencia. A su alrededor, una seria de personajes secundarios completan el mosaico humano del balneario: un actor frustrado, que se ha hecho popular por encarnar un robot, un lama tibetano, una pareja distinguida fría y distante, un trasunto de Maradona, una masajista, una miss Universo y la hija del compositor (Lena Ballinger/Rachel Weisz), que acompaña a su padre después que su mardio la abandona por una estrella del pop. Algunos de estos personajes tan solo tienen una incidencia muy puntual en la película, pero su presencia ayuda a crear la sensación de totalidad que tiene, son como los versos breves con los que Sorrentino armoniza el gran poema que compone. Y todavía hay personajes más secundarios, de dos o tres apariciones, pero siempre acertadas, unas pinceladas más de la gran obra. Y todo envuelto con una banda sonora musical extraordinaria, que me mantuvo en la butaca hasta la última nota.
La crítica relaciona Sorrentino con Fellini, y es cierto que hay momentos en los que es perceptible su influencia, pero salvando las distancias que marca el tiempo transcurrido entre ambos cineastas, encuentro que Sorrentino es más lírico que Fellini y no abusa tanto del simbolismo. Su mirada es más dulce y nostálgica, y su trazo más discreto y delicado, sin la desmesura que caracteriza algunas de las películas de Fellini, en las que los personajes están al borde del esperpento. Pero tan solo es una opinión formada a partir de las dos películas que le he visto.
Iniciamos la prospección cultural del fin de semana con un espectáculo discreto, pero tan bien ejecutado que no quiero cerrar la nota sin mencionarlo. Se trata de Don Juan, memoria amarga de mí, que interpreta un único actor, Miquel Gallardo, en el papel de monje, y tres muñecos a escala humana que él mismo mueve sobre el escenario y les da voz: don Juan Tenorio, el padre prior Luis y la Muerte. La obra nos presenta a un don Juan viejo y enfermo, haciendo repaso de su vida sin demasiado arrepentimiento, y a un prior que lo acoge en el convento con una intención perversa y lo pone bajo el cuidado de un joven monje. Don Juan, memoria amarga de mí se representa en La Vilella, un modesto espacio dedicado a las artes dramáticas que no sabía que existiese y que me gustó descubrir.