Una semana antes de trasladarme a Mallorca como cada verano, unos amigos que nos conocimos cuando todos trabajábamos en el sector de la imagen nos convocamos para almorzar juntos. El almuerzo consiste en ponernos al corriente de nuestras actividades actuales y recordar momentos y anécdotas del pasado, cuando trabajar en el campo del vídeo era un reto nuevo y estimulante. El senior del grupo es Comeron; 88 años, 60 de los cuales los ha dedicado al cine. Ahora está jubilado, lo que no quiere decir que esté inactivo. Nos contó que, como los productores ya no confían en él, se dedica a componer música y a escribir novelas. Y no lo hace de cualquier manera, para pasar el rato. Lo hace bien. Y la prueba está en que el año 2001 quedó finalista del premio Josep Pla, que convoca Ediciones Destino junto con el Nadal, con la novela Una cantonada al desert.
Comeron es una de aquellas personas afortunadas que los años respetan, y conserva una vitalidad y una lucidez extraordinarias. Llegó tarde a la cita y nervioso. Había quedado atrapado en un atasco en el cinturón de ronda a causa de un accidente, y a pesar de que no es dado a renegar, maldecía la ciudad, la circulación y a los conductores ineptos que chocan o hacen chocar a otros y provocan colas de quilómetros. Comeron vive en Orrius, en el Maresme, y la cogió de lleno.
De los cinco que estábamos allí solo dos, los más jóvenes, seguían activos en el sector. Joan y Xavier tienen pequeñas productoras unipersonales que van empujando con esfuerzo y a través de las que ponen de manifiesto su talento. Carles y yo abandonamos el barco cuando las cosas empezaron a ir mal y las productoras pioneras fueron cerrando una tras otra. Ninguna pudo soportar la velocidad de las transformaciones tecnológicas, que obligaban a inversiones millonarias constantes para mantenerte al día. Los formatos, las cámaras, las mesas de edición, todo quedaba obsoleto casi de un año para otro, sin tiempo de amortizar los equipos. Era una locura. Solo faltó la irrupción de la informática para acabarlo de rematar. Aquello fue un verdadero “renovarse o morir”. Y los que no tenían capital para renovarse, morían.
Por eso los almuerzos giran alrededor de unos tiempos mejores, cuando todos creíamos el éxito a nuestro alcance. Y también de ahí nuestra admiración por Lluís Josep Comeron y su largo recorrido profesional, lleno de metas alcanzadas. Empezó a mediados de los años cincuenta como guionista de algunos de los directores más emblemáticos del cine español del momento –José María Forqué, Julio Coll, Pedro Lazaga, Antonio Isasi-Isasmendi. Luego pasó a la dirección y constituyó su propia productora. El primer largometraje que dirigió fue Escuadrilla de vuelo (1963), al que siguieron siete más. Carles, Joan y yo lo conocimos durante el rodaje de Puzzle (1986), coproducido por la productora en la que trabajábamos los tres y con la que él pasó a colaborar a partir de aquel momento. Finalmente, ejerció de una especie de asesor de producciones a través de su cargo en TV3. Fue un cargo delicado, ya que tenía que decidir qué proyectos de los que se presentaban a Televisió de Catalunya prosperaban y pasaban a optar a recibir financiación pública. Seguro que esto le reportó críticas y resentimientos. Pero también seguro que lo hizo con honestidad y buen criterio. Porque posee ambas cualidades.
Durante los almuerzos las anécdotas son abundantes y, naturalmente, quien más aporta es Comeron. Como la mayoría de jubilados con una vida intensa y rica en aventuras –y lanzarse a hacer una película siempre es una aventura, sobre todo en Cataluña– le gusta contarlas. En esta ocasión nos contó que en una de sus estancias en Nueva York coincidió que Antonio Banderas hacía un musical en Broadway, y lo quiso pasar a saludar. El actor había interpretado un papel en Puzzle cuando iniciaba su carrera. Fue a la residencia donde vivía y pidió por él. “Imposible, señor. El señor Banderas no recibe a nadie que no tenga cita previa”, objetó el secretario del actor. “Es que estoy de paso por la ciudad y me gustaría verlo…”, dijo Comeron. “Me sabe mal, señor, pero es del todo imposible. Imagínese que todos los españoles que están de paso por Nueva York quisiesen ver al señor Barderas…”, dijo el secretario insinuando una sonrisa ante la insistencia de aquel hombre mayor, bajito y calvo, con un bigote incipiente sobre el labio. “Es que yo le conozco”, quiso aclarar Comeron para no parecer un iluso. “Mire, hagamos una cosa”, propuso a aquel secretario impertinente. “Usted diga al señor Banderas que el señor Lluís Josep Comeron está aquí y que le gustaría saludarle. Esto puede hacerlo, ¿verdad?” El secretario, contrariado por la tozudez de aquel visitante, cogió el teléfono y lo anunció tal como le había pedido. Aún no había terminado de colgar el teléfono que Antonio Banderas irrumpió en la sala con grandes muestras de alegría y se lo llevó hacia el interior de la casa. Y mientras charlaban en el salón privado, llamó al secretario y le dijo que buscase entradas para la función de la noche y las hiciera llegar al hotel de su buen amigo Comeron. El secretario, serio, asintió y salió a cumplir la misión que le habían encargado, seguramente maldiciendo a aquel español que se lo acababa de torear.
Se trata de una anécdota un tanto pueril, que incluso podría resultar pretensiosa –por aquello de presumir del amigo famoso–, pero que contada en el calor del almuerzo, después de dos botellas de vino y desde la sencillez de Comeron, nos hizo sonreír a todos y nos arrancó comentarios elogiosos por haber logrado vencer al secretario envanecido por la fama del señor.
Al regresar a casa tras despedirnos, Joan y yo coincidimos en el autobús y comentamos el almuerzo y la buena forma de Comeron –él hacía mucho más tiempo que yo que no lo veía. Y los dos coincidimos en que no estaría de más que, al margen de consideraciones particulares, nuestra flamante Acadèmia del Cinema Català reconociese de alguna forma la trayectoria de este mataronés a punto de ser nonagenario que ha dedicado toda su vida profesional al cine.
(Imágenes extraídas de Internet)