Cadaqués

Este fin de semana pasado estuve en Cadaqués con Isabel. Hacía mucho tiempo de no iba; su éxito turístico me mantenía alejado de ella y únicamente había pasado por allí camino del Cap de Creus, pero sin detenerme. Y ha sido una experiencia grata a pesar del gentío que sigue congregando atraído tanto por el paisaje que la rodea como por la aureola de lugar selecto, tocado por la vanguardia y la modernidad desde finales del siglo XIX, cuando la descubrieron un montón de artistas e intelectuales de aquí y de fuera de la mano de los hermanos Pitxot.

Cadaqués es seguramente la población más pintada, descrita y fotografiada de Catalunya, más incluso que Tossa de Mar. Además de Dalí, el gran pintor local, muchos otros artistas han plasmado sobre la tela la bella imagen del caserío al fondo de la bahía resaltando, blanco y luminoso, de entre las montañas de esquisto, de un gris oscuro, salpicadas por el verde denso de los olivos. Reputados paisajistas como Eliseu Maifrén, Segundo Matilla, Rafael Durancamps, Josep Mompou, Joaquim Terruella o Josep Puigdengoles han dejado constancia de cómo era Cadaqués la primera mitad del siglo XX: un recóndito pueblo de pescadores, presidido por la iglesia encumbrada de Santa Maria.

Dejando de lado a Josep Pla, otro de los genios ampurdaneses ligados estrechamente a Cadaqués, un buen puñado de periodistas y escritores han escrito sobre esta población o han situado en ella el argumento de alguna de sus obras, como hacen Eugeni d’Ors en La verdadera historia de Lídia de Cadaqués (1954), ilustrada, por cierto, por Salvador Dalí, y el francés Henry-François Rey en Les pianos mécaniques (1962), por citar dos que yo recuerdo.

Y de fotografías no hace falta ni hablar. Desde Josep Maria Cañellas y Antoni Bartomeus i Casanovas, que documentan la vida de Cadaqués de finales del siglo XIX y principios del XX, hasta Francesc Català Roca, Kim Castells o Ramon Manent son muchos los fotógrafos profesionales y aficionados que han capturado Cadaqués con sus objetivos. Y ya no digamos a partir de la era digital, en que cualquiera con una cámara o un móvil puede hartarse de fotografiar. En estos momentos es difícil establecer el número de fotografías que se hacen cada año de Cadaqués. Miles, centenares de miles, quizás millones…

Sean las que sean, entre las del año 2018 será preciso contar con el centenar que hice yo este fin de semana. La mayoría durante el recorrido hasta el faro de Cala Nans. Una hora de caminata que proporciona unas vistas magníficas de la población encarada al mar, de las montañas que la rodean, donde los olivos han sido en buena parte substituidos por los chalets y las casas adosadas de las urbanizaciones, y, más allá, el perfil alargado de la península del Cap de Creus, coronada por la mancha ocre del antiguo cuartel de carabineros —restaurado y convertido en fonda y restaurante— y la blanca del faro.

Y como el fin de semana fue muy caluroso y la caminata nos hizo sudar de lo lindo, Isabel y yo nos refrescamos con un baño en la cala que hay antes de llegar al faro y que para unos es Cala Nans y para otros, Cala de sa Sabolla. Y a pesar de que me resulta mucho más sugerente el topónimo que evoca un rincón del litoral ampurdanés habitado por enanitos —nans, en catalán significa enanos—, cartografía oficial en mano, tengo que decantarme por el topónimo de Cala de sa Sabolla, que relaciona la cala con el curso de agua que la ha abierto, el Rec de sa Sabolla.

Completé el reportaje fotográfico de Cadaqués con algunas de sus calles, barcas en la bahía y una imagen nocturna que refleja pobremente la belleza del panorama que Isabel y yo teníamos delante mientras nos deleitábamos con una parrillada de marisco.