Antes de embarcarnos en el ferri de Hurtigruten MS Nordlys, Isabel y yo pasamos tres días en Bergen, la segunda ciudad de Noruega —275.000 hab.— y Patrimonio de la Humanidad
Bergen es una bonita ciudad que se organiza a un lado y a otro del fiordo de Pudde —Puddefjorden—, uno de los brazos del Byfjorden, que a su vez… Dejémoslo, no entremos en la toponimia de los fiordos porque nos perderíamos en un laberinto peor que el que desesperó al pobre Minotauro en Creta. Digamos tan solo que la situación de Bergen al fondo de un fiordo separado de mar abierto por un rosario de islas la convierte en un puerto seguro, con aguas tranquilas por mucho que mueva y remueva el Mar del Norte. Y éste ha sido el secreto de su éxito como punto de asentamiento humano, ya que, una vez fundada por el rey Olav Kyrre en el siglo X!, los mercaderes alemanes de la Liga Hanseática la eligieron para establecer en ella una de sus sucursales comerciales. A partir de aquel momento —año 1360— y durante casi cuatro siglos, Bergen fue el puerto donde se concentraba toda la producción de pescado seco escandinava, así como pieles, tejidos y metales procedentes de las regiones del norte de Europa, y de ahí se distribuía hacia el resto de mercados continentales mediante los barcos de esta poderosa asociación comercial alemana con centro en Lübeck; en contrapartida, por el puerto de Bergen entraban las especias, el vino, la seda, la fruta y otros productos procedentes del Mediterráneo y de Oriente, que abastecían los mercados escandinavos.
Desde mediados del siglo XIV, el Bryggen —el muelle— es el lugar donde se desarrolla la importante actividad comercial y naviera de Bergen. Junto a él se construyen talleres y almacenes que, a su vez, son las viviendas de la gente que trabaja en ellos, y los comerciantes hanseáticos se convierten en dueños y señores de esta parte de la ciudad, con sus propias leyes, sus tribunales y su sistema financiero. En un reducido espacio entre el puerto viejo — Vågen— y la montaña, se alinean y yuxtaponen decenas de construcciones de madera, a penas separadas por estrechos callejones, en cuyo interior la vida se organiza alrededor de la actividad mercantil. Comerciantes y empleados, todos viven bajo el mismo techo, distribuidos por las tres plantas de la casa-almacén, que huele permanentemente a vísceras de pescado —en la planta baja se elabora el aceite de hígado de bacalao y se almacenan las partidas de arenque y bacalao seco— y por donde se mueven bien abrigados y a tientas, porque a causa del riesgo de incendio está prohibido hacer fuego dentro de la casa e, incluso, encender una triste vela. Para cocinar, cada comerciante tenía su fogón en las cocinas comunes del Schøtstuene, único lugar en donde se podía hacer fuego y calentarse, y que hacía las funciones de comedor, taberna y sala de reuniones.
Todo esto que cuento queda perfectamente ilustrado con los muebles, útiles, libros de cuentas, muestras de productos y material gráfico reunidos en el Museo Hanseático y paseándote por el conjunto de edificios de madera del Bryggen, alguno de los cuales se remonta al año 1702, cuando, tras un incendio devastador, el barrio tuvo que reconstruirse de nuevo.
Bergen tiene otros lugares de interés, como Torget —la plaza del mercado—, la Mariakirken —el edificio más antiguo, románico, y que fue parroquia de los comerciantes de la Liga Hanseática—, la fortaleza con la torre de Rosenkrantz y el salón de Haakon —Häkonshallen—, un puñado de museos y la inevitable ascensión, a pie o en funicular, al monte Fløyen para contemplar una magnífica vista de la ciudad y el fiordo. Salvo los museos, Isabel y yo tuvimos tiempo de hacerlo todo, incluida una cena de marisco en uno de los restaurantes al aire libre del Torget, ¡y con sol! Pero lo que más me interesó fue la visita al Museo Hanseático y el paseo por el Bryggen. Su singularidad me hizo evocar la vida de la gente que habitaba Bergen en el pasado y la de los que llenaban los almacenes con el fruto de su esfuerzo —pescadores, leñadores, balleneros, cazadores, marineros, artesanos, mineros, tejedores…—; pude percibir la austeridad, el trabajo duro y la esperanza abnegada que había tras cada pieza expuesta, tras cada documento reunido, tras cada panel informativo. De pronto, aquella Hansa medieval que había estudiado sin interés hacía un montón de años en los libros de texto de Historia tomó sentido, comprendí la importancia que debía tener formar parte de una organización como aquella y su complejidad e influencia en un mundo tan alejado del nuestro en cuanto a conocimientos y tecnología. Y sentí crecer un intenso sentimiento de admiración por todos los que habían participado en ella, incluidos los que, en los bajos del viejo almacén en el que estaba (ahora convertido en museo), prensaban los hígados cocidos al vapor de los bacalaos para obtener el asqueroso aceite que, de pequeño, mi madre se entestaba en hacerme toma vía oral o, si me negaba, en inyectable, que aún era peor.